Así le va al «Monstruo del Guaire» en los calabozos

Su nombre es Alexander Ramírez. Hace año y medio lanzó a sus dos hijastros a las aguas del río Guaire. Mientras espera su cupo a la cárcel de El Dorado, comparte calabozo con seis exfuncionarios policiales. Ellos ni lo determinan por lo que hizo. Pasa horas leyendo y del delito que cometió habla poco.

A veces padece de insomnio, quizá la culpa no deja dormir. Cuando lo trasladen, sabe que pagará su crimen con sangre

Mientras las goteras del techo caen sobre un pipote colocado en la esquina de uno de los calabozos de Polichacao, Alexander Ramírez pasa horas sentado en un rincón hojeando el libro El caballero de la armadura oxidada. Aunque permanece callado y sumergido en la lectura, él no es un preso común, su hoja de vida está teñida por un delito abominable que lo mantiene tras los barrotes. Bien aislado. En un arrebato de ira hace un año y seis meses lanzó a sus dos hijastros a las aguas turbias del principal río que atraviesa el valle de Caracas. A partir de ese momento se ganó el mote de “El Monstruo del Guaire”.

Su apariencia física y su conducta no intimidan, distan mucho de las del típico azote de barrio. Aunque solo tiene tres mudas de ropa y siempre anda impecable. No dice groserías, pide permiso y no se queja como el resto de los presos que no se cansan de exigir traslados y comida porque están hambrientos y hacinados —hartos de dormir apilados en celdas de cuatro metros cuadrados por dos. Las veces que no lee, pide a uno de los agentes una escoba para barrer la jaula. Del delito que cometió solo ha hablado en dos oportunidades. En la última confesión le contó a uno de los uniformados que lo cuida que no pudo soportar el desprecio de su expareja, Auristela Durán. Ella había decidido pasar u olvidar la relación que mantuvo con él durante dos años, estaba aburrida, ya no lo quería. El desamor abrió paso a un sentimiento de rabia, sospechaba que ella lo estaba engañando con otro hombre. “Le di un golpe donde más le duele: sus hijos”, le expresó al policía.

La relación la había terminado él, pero quedaron como “amigos”.  Él con frecuencia daba demostraciones de afecto hacia los niños de Auristela, uno de seis y el mayor de 10 años. En su tiempo libre los visitaba a Catia La Mar, donde vivían con su madre. La mañana del 20 de septiembre de 2015, él los fue a buscar para pasear con ellos su insidia en el Parque del Este. Después del recorrido los llevó a comer helados y cuando caminaban por el puente que comunica a Las Mercedes con Bello Monte, se detuvo y cargó al más pequeño y lo lanzó al río, luego sostuvo entre sus brazos al mayor que le gritaba “papá no me tires, por favor” y se aferraba a él para que no lo dejara caer, pero Alexander dominado por la rabia lo tiró al agua.

La corriente del Guaire arrastró a los pequeños. El más grande en un acto desesperado por sobrevivir abrazó una rama y fue avistado por un hombre que viajaba en un autobús. El pasajero gritó para que el vehículo se parara y se lanzó al caño para salvarlo. Había tragado mucha agua, pero logró sacarlo con vida.Cuentan que a raíz de este episodio el niño no duerme bien y las pocas veces que concilia el sueño tiene pesadillas y despierta en una crisis de llanto.

Su hermano menor no tuvo la misma suerte. La fuerza del agua se lo llevó y hasta la fecha sigue desaparecido. Los drones que había desplegado Protección Civil durante varios días desde Caracas hasta la población de Barlovento, no lo hallaron. Presumen que quedó sepultado entre los sedimentos. Luego de haberlos lanzado, Alexander quedó en shock, paralizado y mudo. En fracción de minutos pasó de ser un albañil que trabajaba por cuenta propia a un asesino.

Los transeúntes, que fueron testigos del hecho, lo acorralaron, le gritaban: “maldito, por qué lo hiciste”, “tú no ves que son criaturas inocentes”, le pegaron en la cabeza y en el estómago. No dejaban de patearlo. Él, en medio de su letargo, no pudo defenderse del ataque. Minutos más tarde una comisión de Polichacao lo rescató de la turba enardecida para evitar que lo lincharan. Lo llevó a una de las jaulas que recientemente habían habilitado en la sede policial para continuar acumulando presos.

Cuando el resto de los internos se enteró de su llegada y de lo que hizo hubo protestas. Decían a todo pulmón: “pásamelo pa’ acá, que yo hago justicia”, “sabes que si te descuidas no vas a salir vivo”, “te vamos a picar”. Aunque los calabozos policiales son espacios de albergue transitorio, se manejan los mismos códigos que en los centros penitenciarios. Los reos no perdonan que otros de su misma calaña agredan o violen a un niño, los pequeños son sagrados y el que atente contra ellos es sentenciado con la pena capital. Por lo general son muertes peor que violentas. Horrorosa, es un adjetivo menor en comparación a lo que puede ocurrir: torturas, desmembramientos, desuellos y hasta degollamientos.

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