Ante un estado de alerta constante por esta realidad, pueden experimentar desde ansiedad y estrés postraumático hasta problemas de salud que persisten en el tiempo. Cuáles son las señales a tener en cuenta
Por Dr. Enrique De Rosa Alabaster/INFOBAE
Si bien la expresión “terrorismo psicológico” no refiere a ninguna clasificación de enfermedades en psiquiatría o psicología o una figura legal, es utilizado de manera frecuente por personas que experimentan situaciones de acoso y hostigamiento sistemático, en particular mujeres que padecen violencia de género. Por otro lado, algunos autores empiezan a proponer que dentro de las formas de terrorismo se incorpore esta modalidad de ciclo de violencia.
La palabra terrorismo, que tiene una proveniencia mayormente en el área de la acción política y ejercida sobre grupos o poblaciones, refiere a una serie de estrategias destinadas a instalar en la mente de ese grupo un estado de terror. La Real Academia Española (RAE) lo define, entre otras opciones, como (una) “sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror”. En esta definición ya se establece uno de los factores: la persistencia y, en particular, la repetición de ese acto o de esa forma de violencia.
El terror es un estado de miedo o fobia extremo, en el que la víctima no puede ya actuar de manera racional o coherente y, a diferencia de formas más leves de miedo en el que se instala un sistema neurobiológico de protección que privilegia funciones físicas y mentales más básicas conocido como modo de supervivencia, la respuesta al terror es aún más básica, es decir de un nivel cognitivo inferior, y por momentos está ligada a un estado de alerta psicofísico, con sintomatología predominantemente física o psicosomática.
Cuando esto se desarrolla en la esfera doméstica, a veces mencionada en la literatura como “terrorismo íntimo”, se trata de una forma de violencia consistente en abuso caracterizado por el control sistemático, la manipulación y la coerción tendiente al sometimiento dentro de una relación íntima.
Si bien en muchas relaciones, y en particular las de pareja, existen diferentes formas de violencia conocidas como “violencia situacional” que pueden implicar conflictos ocasionales bajo forma de discusiones, agresiones e inclusive amenazas fuera de contexto real, el terrorismo psicológico, a semejanza del terrorismo tal cual lo conocemos, es más insidioso y persistente.
En esa asociación con la forma tradicional del uso de la palabra terrorismo vemos que no solo el aspecto temporal del estímulo nociceptivo (que provoca dolor), es predominante, sino también lo es su repetición y persistencia.
En el terrorismo político, un grupo intentará establecer estímulos que impresionen fuertemente de manera emocional y, en ese sentido, lograr empujar a las víctimas a un estado de parálisis típico del miedo extremo. Así, fenómenos cada vez más impactantes y a veces aberrantes o inesperados hacen que la víctima no solo padezca de esa ansiedad por anticipación, el elemento cardinal de la ansiedad, y dentro de esta el miedo, sino que no pueda prever qué es lo que puede venir, y así viva en anticipaciones que incrementan el ciclo del miedo, ya que no logran concluir con ninguna respuesta más que escenarios progresivamente peores.
El aspecto clave de esa relación enmarcada por el terror es fundamentalmente la búsqueda de control y dominio. El violento, el abusador, busca en su accionar establecer el control absoluto sobre los pensamientos, emociones y comportamientos de su pareja. A su vez, en la persistencia y repetición de esos estímulos de castigo que no guardan muy habitualmente ninguna relación previsible para la víctima, sostener y mantener ese estado de terror.
En este sentido es la aplicación de formas de refuerzo del condicionamiento, conocidos como condicionamiento operante, dado por la acción, de castigo, agresión o por la omisión de esa acción, o inclusive por un “premio” que puede ser un momento de bienestar, pero que puede súbitamente desaparecer. Esos “juegos” con la víctima establecen el fenómeno de sometimiento típico que vemos en estos casos.
Las tácticas son varias, pero pueden aislar a la víctima de amigos y familiares, monitorear sus actividades de manera obsesiva, hacerle saber que está bajo control e imponer reglas estrictas. También está el uso de diferentes formas de coerción y de amenazas para lograr que la víctima cumpla con sus deseos.
Las amenazas están frecuentemente ligadas no solo a situaciones hipotéticas, sino, lamentablemente, al recordatorio de hechos concretos ya ocurridos, como las advertencias de daño físico, el chantaje emocional o el control financiero.
En función de esto, las víctimas entran en ese estado progresivo de miedo, que limita la posibilidad de recursos cognitivos y comportamentales y, así se sienten atrapadas, incapaces de escapar del ciclo de abuso. Es por eso que es frecuente que, desde la óptica de espectadores externos, llame la atención porqué soporta semejante situación cuando debiera ser capaz de salir de ese círculo. Pero, como todos los circuitos de reflejos condicionados, la víctima está atrapada en ese laberinto de la mente que ha creado el victimario.
El abuso sistemático emocional y psicológico deja profundas heridas emocionales psíquicas de naturaleza traumática, más allá de las que a veces se establecen como únicas “visibles”, es decir las físicas, que pueden no existir. A su vez erosiona la autoestima, genera un estado de alerta, ansiedad y miedo permanente con las consecuencias en el resto del sistema, como por ejemplo el sueño perturbado. En muchos casos, al igual que otras situaciones de trauma, la víctima entra en un estado disociativo en el que pierde conciencia de su naturaleza humana, como si pasara a ser un objeto y no sujeto.
En cuanto a esa erosión de la confianza en sí mismo, y de la capacidad de reaccionar, que busca demoler la autoestima de la víctima, los abusadores socavan de manera sistemática cualquier aspecto de valor de su pareja. La víctima, al intentar evitar la crítica constante, se esfuerza por “hacer mejor las cosas”. Esto provoca que entre en un estado de dependencia, buscando agradar al agresor sin éxito, con el fin de apaciguarlo y evitar un futuro castigo que, de todos modos, sobrevendrá.
También el uso de expresiones o adjetivaciones humillantes erosionan la confianza y despersonalizan. No es infrecuente hasta el cambio de denominación, es decir, en lugar de emplear su nombre, usar un etiquetado o adjetivación humillante, en la cual es el dominador quien impone las reglas, inclusive su propia identidad expresada por su nombre.
Como consecuencia de esto, las víctimas comienzan a incorporar esos mensajes externos como propios, en una búsqueda de racionalizar y así encontrar alguna respuesta, e internalizan en este proceso los mensajes negativos, validando la narrativa del agresor, sintiéndose inútiles o indignas, o culpables de algo que no pueden siquiera comprender. Esa búsqueda interminable de sentido (que no lo tiene) es, en definitiva, lo que aprisiona a la víctima en su propio cerebro.
Las secuelas de la violencia
Las consecuencias, en cuanto a la expresión clínica, se engloban dentro de diversas formas de estrés agudo y especialmente estrés postraumático (TEPT o PTSD en inglés). Por otro lado, el estado de depresión y de ansiedad es constante, y en muchos casos acompañado por la búsqueda de paliativos en automedicación y/o el consumo de alcohol o sustancias.
Todo esto, en muchos casos, será factor agravante para la víctima y utilizado como argumento por el victimario, como crecientes y frecuentes referencias a la enfermedad mental, la medicación e inclusive el hecho de acceder a una consulta especializada. Todo esto es usado como argumento de enfermedad metal en su contra. Esa “locura” sería la presunta prueba de que el castigo se explica en razón de este estado.
Por otro lado, las víctimas experimentan una serie de expresiones sintomáticas en la esfera física.
Allí encontramos todas las consecuencias del estrés crónico persistente, como alteraciones de sueño, ansiedad, trastorno en los diferentes sistemas, afecciones alérgicas reactivas, o recaída frecuente en enfermedades (“gripes” frecuentes), trastornos digestivos y algo a veces no explorado, que son las alteraciones en el ritmo hormonal a varios niveles, tanto tiroideo como sexual, con inclusive afectación de los ciclos menstruales.
Estas afecciones son las que realmente persisten y duran años después de, inclusive, finalizado el vínculo: el terror sigue instalado. El reconocido especialista Bessel Van Der Kolk, lo expresa magistralmente en su libro “El cuerpo mantiene la cuenta (de las heridas)” (The Body Keeps The Score: Brain, Mind, And Body In The Healing Of Trauma).
Señales a tener en cuenta
En principio, es importante no banalizar o negar, pero tampoco sobredimensionar. Algunos indicadores son el aislamiento social y laboral, muchas veces se establece en una etapa inicial como “búsqueda de protección y apoyo” por parte del victimario. Al mismo tiempo, y también en principio bajo el mismo disfraz de protección, otro indicador es ejercer una vigilancia constante. También en esta etapa inicial aparecen indicadores de manipulación, mediante la culpa o el inicio de acciones agresivas entremezcladas con periodos de “luna de miel”.
Es esencial en esta primera etapa ya poder obtener apoyo y en particular que este no sea en estructuras que caractericen a este tipo de situaciones, ya que se puede caer en el inconveniente opuesto y es que todo sea abuso, acoso y violencia. La posibilidad de una consulta profesional o con familiares o amigos dignos de confianza, que intenten no tomar partido, puede ser una ayuda invalorable. Fundamentalmente es importante comunicar, salir del encierro, de la rumiación ansiosa en la búsqueda de respuestas o soluciones en una incesante elucubración mental. En este contexto, no permanecer solo es también el romper el inicio del aislamiento.
En caso de que la situación sea de mayor magnitud, es importante establecer estrategias y puntos de apoyo seguros, como contactos para emergencias, o lugares de morada alternativa para salir del lugar de residencia y a la vez pensar en un asesoramiento especializado a nivel legal.
Es en estas etapas iniciales, donde se puede hacer mucho, inclusive por el abusador, ya que puede estar atravesando una etapa tormentosa en su vida, señalar la situación no es solo una forma de protegerse sino de hacerlo con la familia, incluido el agresor.
* El doctor Enrique De Rosa Alabaster se especializa en temas de salud mental. Es médico psiquiatra, neurólogo, sexólogo y médico legista