Rubén Monasterios: Chocolatria

La Fundación Nuestra Tierra y la Asociación de Bomboneros y Chocolateros de Venezuela, iniciaron las jornadas de recolección de las 18 mil firmas necesarias para que la Asamblea Nacional apruebe el decreto para celebrar los 8 de junio el «Día Nacional del Chocolate». Eso informa la nota de prensa; ni idea tengo de por qué ese día es el señalado para festejar al chocolate (ni encontré la razón en ninguna parte), pero es irrelevante: podría ser el 21 enero y lo mismo lo respaldaría; añádase, pues, mi nombre a la lista.

Y es así porque soy chocólatra; hago mía la frase de Mariarosa Shiaffino «Tormento y éxtasis, pecado y tentación, embriaguez y perdición: estas palabras no resultan excesivas para el chocolate.»

Mis más gratificantes recuerdos infantiles están asociados a los «recortes» de Savoy que vendían a granel en un local de la calle real de Sabana Grande; y considero uno de mis infortunios el haber desarrollado una enfermedad crónica, dulce y artera que me impide hartarme a mi gusto de esa golosina; pero, créanme: compro cajas y bolsas de chocolate, prefiriendo, desde luego, el elaborado con un porcentaje del cacao de mi tierra; las contemplo con afecto, me recreo en las formas graciosas de los diferentes tipos de bombones, las manipulo, y, de vez en cuando, me permito el placer de un bocadito.

Entonces siento la epifanía. La teobromina del cacao, un alcaloide más suave que la cafeína, estimula el sistema neuromuscular y lo tonifica; al mismo tiempo la serotonina se eleva y le confiere al comedor de chocolate una sensación de tranquilidad y sedación sumamente placentera; desaparece el fenómeno neuroquímico fuente de la sensación de tristeza; aunque entonces, a veces, nos embarga el sentimiento de culpa, debido a la trasgresión de una prohibición y a la gratificación que nos hemos deparado (porque, al fin y al cabo, somos cristianos, y para los signados por esta fe cualquier placer tiene un tufillo a pecado).

Todos alguna vez nos hemos preguntado por qué sentimos la compulsión de atiborrarnos de chocolate. Ocurre con el chocolate que es aditivo; quizá lo asombre, pero el hecho es que su efecto en el cerebro es semejante al de la marihuana. Contiene algunas sustancias como la feniletilamina, abreviada mediante las siglas FEA, no obstante lo cual es la influencia determinante en el más bello estado emotivo posible de experimentar por el ser humano, el enamoramiento, y su asociado estado psicofisiológico, la excitación sexual.

Mme. D’ Austrel, monja y noble Superiora del Convento de la Visitación de Belley, en el siglo antepasado, lo bebía con fruición y lo daba a beber a sus hermanas, justificando el placer logrado con el siguiente sofisma: «Dios no puede ofenderse por este pequeño refinamiento, por cuanto Él mismo es perfección». Sin embargo, algunos encuentran en ese cándido exceso la chispa de la eclosión erótica entre las religiosas, ocurrida en diferentes conventos franceses en el discurrir de la primera mitad del s. XVII, vale decir, en los días de la expansión del gusto por el chocolate en Europa. El affaire involucró varios sacerdotes y abates y su gravedad motivó la intervención de la Santa Inquisición.

Llama la atención una coincidencia: tres de los cuatro escándalos conventuales de mayor resonancia concernieron a las monjas ursulinas, precisamente las más entusiastas del chocolate y creadoras de una delicada golosina, un tipo de bombón relleno de crema conocido como ursulino o besito de monja.

Los casos de colectivos monjiles presuntamente endemoniados son los de Aix-en-Provence (1611), Loudon (1634), Louviers (la excepción, franciscanas terciarias, 1647) y Auxonne (1658). El de las monjas de Loudon inspiró una obra maestra del cine, la producción polaca Madre Juana de los Ángeles (1960), debida a Jarzy Kawalerowicz.

Aparte del pródigo consumo de chocolate bajo el pretexto de fortalecer cuerpo y alma pro la vigilia y la oración, los casos tienen otros aspectos en común. En todos la posesión demoníaca tomó la vía del desenfreno erótico y se vieron involucrados como coprotagonistas de los acontecimientos sacerdotes confesores en lo mejor de su madurez viril, acusados por las monjas de «acoso sexual». En el de Auxenne, la implicada inicialmente fue la verídica madre superiora, sor St. Colombe (Barbara Bovée), hermosa dama de cuarenta y siete años de edad para el momento de los hechos. La monja en realidad fue ajena a los acontecimientos, no obstante terminó convicta de brujería, la azotaron en público y la confinaron a una celda cargada de cadenas; la infeliz finalmente fue redimida al descubrirse al culpable del alboroto erótico de las monjas, uno de los confesores del convento, el padre Nouvelet; este hombre «feo pero joven, estimulaba sexualmente a ocho monjas» (Rossell Hope Robbins, Enciclopedia de la Brujería y la Demonología).

Sin embargo, del mismo modo en que ha servido para cordializar, vigorizar el cuerpo, deleitar el espíritu y propiciar la experiencia erótica, el chocolate también ha estado al servicio de la muerte; su sabor intenso y dulce, su textura espesa, el añadido de especias… disimulan los venenos. Seguramente muchos crímenes pasaron desapercibidos, dadas las limitaciones de la tecnología forense; aún así la historia registra varios casos en los que el engañoso brebaje figura como sospechoso de ser el instrumento de asesinatos por motivos de codicia, amorosos y políticos. El de Napoleón Bonaparte es uno de esos últimos.

En 1816 Napoleón está preso en la posesión británica de ultramar isla de Santa Elena; el exemperador ha rechazado a los médicos ingleses designados para velar por su salud, entonces las autoridades contratan al doctor C.F. Antommarchi, paisano de Napoleón, esto es, corso; quizá por esta razón se gana la confianza de Bonaparte, quien además simpatiza con él a partir de su primer acto facultativo, que consiste en descartar la prohibición que enfurecía a Napoleón, la de su ingesta de chocolate preparado a la creole, cargado de especias, del que era fanático. Había sido impuesta por los otros médicos por ser las especias irritantes del tracto digestivo. Antommarchi alegó que si al fin y al cabo el hombre se iba a morir, que carajo importaba que tomara tanto chocolate preparado a su gusto como le viniera en gana.

La Hipótesis del Envenenamiento supone a los ingleses todavía temerosos de Napoleón, no obstante el deterioro de su salud y su reclusión en la isla. Si había logrado escapar de Elba y poner otra vez en jaque a toda Europa con el famoso acontecimiento de los Cien días, ¿acaso no le era posible hacerlo de nuevo a partir de Santa Elena? Lo más prudente parecía ser eliminar la amenaza de una vez y para siempre, llevando a cabo ese propósito mediante el envenenamiento progresivo con dosis de arsénico disueltas en el chocolate especiado; de modo que la disposición de Antommarchi de permitirle disfrutar de su bebida predilecta venía como anillo al dedo.

¿Participó el médico como ejecutor del proyecto? No se sabe; lo cierto es que Antommarchi fue quien diagnosticó la causa de la muerte de Napoleón, atribuyéndola a un cáncer estomacal. Ahora bien, el cáncer conduce a la pérdida de peso, y Napoleón murió obeso… Y el envenenamiento progresivo por cianuro tiene ese efecto.

Hacia el final, Napoleón entró en sospechas; en su lecho de muerte dictó su testamento en el cual figura la siguiente reflexión «Yo muero antes de mi momento, asesinado por la oligarquía inglesa y sus sicarios»… Que es casi como decir «por el imperialismo y sus cómplices apátridas»…

Envenenado o no, nada podía evitar la muerte de Napoleón. El veneno, de haber sido en verdad administrado, sólo habría adelantado el fin; pero, en ocasiones, «adelantar el fin», o en sentido opuesto: «retrasar el fin», son urgencias políticas. ¿Acaso no corren por ahí hipótesis concernientes a la última opción respecto a la muerte del Supercósmico?