Aunque ya no era una niña me sentía indefensa como una. El terror se había apoderado de mí por lo que veía. Calles sucias, desoladas, excepto por la presencia de militares armados con cara de “pocos amigos”. No estaba preparada para ver esa estampa de la ciudad capital, y no creo que alguien lo estuviera.
Corrían los últimos días de febrero de 1989 y estaba presenciando un hecho que marcó la historia de Venezuela para siempre, lo que luego se llamó el Caracazo;saqueos, violencia y muchos muertos
Tenía conocimiento de lo que era una guerra por los libros de historia universal. Y no es que afirme que aquello era una guerra, pero acatar un “toque de queda”, y que te apunten con un FAL a la cabeza, era lo más parecido a las imágenes de los documentales acerca de la Segunda Guerra Mundial; eso y las colas…
MI origen humilde no me permitía obtener nada más allá de lo estrictamente necesario para subsistir. No puedo negar que la situación financiera de mi familia estaba al borde del colapso, y no éramos los únicos. La población en general se encontraba inmersa en cierta desesperación. Sin embargo, y a pesar de la precaria economía doméstica, no recuerdo, que hasta entonces, hayamos hecho colas para conseguir alimentos.
Recuerdo que ni siquiera el transporta público estaba en funcionamiento, por lo que llegar a algún establecimiento de la ciudad que no hubiese sido saqueado la noche anterior, constituía una odisea. Al encontrar alguno abierto, daba escalofrío la inmensa cola que había que hacer.
Cada vez que llegaba a un sitio no solo debía esperar en fila, sin hablar, sin mirar a los militares a la cara, sino que además, la cantidad los rubros a comprar estaba restringida. Te sentías con suerte si conseguías que te vendieran dos panes, luego de un par de horas haciendo cola.
Y así fueron los días subsiguientes.
Más allá de lo que constituyó ese episodio en la vida nacional, no quise sino pasar la página y me negué al recuerdo. Lo había logrado hasta ahora; 27 años después del “Sacudón”, volvimos hacer colas, consecuencia del saqueo y la mala administración de la renta pública.
Sin entrar en detalles en dichas consecuencias, porque yo economista no soy, puedo decir cómo me ha afectado en el día a día.
Solo hay que pasearse por cualquier abasto o supermercado para sentir ese mismo escalofrío que hace 27 años sentimos los caraqueños, y ahora extendido a todo el territorio nacional, debido a la escasez de alimentos y las interminables colas a las que hay que someterse para adquirir un producto de la cesta básica.
Pero, no se preocupen, dicen las autoridades al respecto, porque al aplicar una medida “infalible” como es el vender de acuerdo al terminal de su cédula de identidad, no tendrá usted ciudadano ni ciudadana, que hacer cola. ¡Craso error!, porque eso no soluciona el problema de raíz, el cual no voy a escribir en este momento.
Volviendo al tema de las colas, me toca, los días martes y sábados, por lo cual debo anotar en mi agenda de trabajo para esos días específicos en el calendario, “hacer cola”; si llega por ejemplo toallas sanitarias al supermercado, y no es mi día, desafortunadamente no puedo comprar ese preciado bien, no me queda de otra que ver a lo lejos a mis conciudadanos hacer su respectiva procesión y aprovechar la venta del producto.
¡Es desesperante!
Sinceramente al ver las colas, ¿no les parece que estamos en guerra? O ya es tan común la estampa, que ¿se volvió parte del paisaje?
No necesito que se “declare una guerra” y me apunten de nuevo a la cabeza para sentir desesperanza y humillación. Es indignante cada vez que me hacen hacer largas colas, bajo un inclemente sol, o una incesante lluvia, expuesta a la delincuencia desatada y cruel, a desperdiciar horas de mi vida sin posibilidad de desarrollar mis potencialidades como ser humano. Es una vejación cuando por fin llego a la caja registradora con el tan deseado y necesitado producto, me exijan la cédula además de mis huellas dactilares, y que para colmo de males me digan, no señora, hoy no es su día.
¿Les ha pasado?
Noelia Mogollón