Los 30 millones de venezolanos estamos en manos de una camarilla que durante 20 años ha demostrado ser de una alta peligrosidad. No solo son depredadores del erario público, algunos señalados como narcotraficantes o con prontuarios, que ocupan las más altas posiciones en las instituciones; otros son violadores de derechos humanos, represores, torturadores que engrosan expedientes en organismos internacionales; por ahora, reciben sanciones de la comunidad internacional con prohibición de entrar en una gran cantidad de países y con sus activos congelados. Cada vez más aislados y prácticamente acorralados, se aferran al poder y dan rienda suelta a innumerables patologías.
Resulta aterrador que muchos de los especímenes en el poder asuman la política desde la venganza. La entrevista de la vicepresidente, Delcy Rodríguez, en el programa de televisión de su mentor, José Vicente Rangel, fue una confesión estremecedora que posiblemente le produjo un gran alivio, como los criminales que terminan por admitir sus delitos.
Al menos tres veces la vicepresidente reconoció que su “venganza personal” por el asesinato de su padre –a manos de un cuerpo de seguridad del Estado en 1976, donde se encontraba preso por el secuestro del industrial norteamericano William Frank Niehous– es el móvil por el cual ella y su hermano consagraron su vida para llegar al poder. Es evidente que lo alcanzaron con el único propósito de desquitarse y hacérselas pagar no solo a los responsables de la muerte de su padre, sino a millones de inocentes que no tienen nada que ver con la tragedia de su familia.
Cuando murió su padre, Delcy tendría unos 8 años de edad y su hermano Jorge, 11 años. Ese horror inimaginable que sufrieron siendo niños es el que ahora, a los 50 y 53 años, respectivamente, le devuelven a toda una sociedad. Me pregunto si los hermanos Rodríguez no tuvieron familiares o personas que los ayudaran a asimilar su dolor y, en vez de eso, atizaron su odio y resentimiento camuflados de una ideología comunista que proyectan sin ningún control con devastadoras consecuencias en el país.
Rezo para que a los pequeños hijos de tantas víctimas de la dictadura, como los hijos del piloto Oscar Pérez y de los integrantes de su grupo, fusilados sin piedad, en vivo y en directo en la llamada masacre de El Junquito, no les falten la ternura y las personas responsables que puedan conducirlos sin resentimientos hacia los verdaderos valores humanos, sin considerar en su futuro la venganza, sino la justicia.
El desquite personal es un ejercicio cruel. Delcy Rodríguez es un caso. En innumerables oportunidades se ha negado a admitir la terrible crisis humanitaria que la revolución ha generado, y en foros internacionales, cuando ejercía su venganza desde la Cancillería, llegó a afirmar que “hemos erradicado el hambre como ninguna potencia en el mundo lo ha hecho”, y, en consecuencia, descartó cualquier posibilidad de ayuda humanitaria.
Su capacidad de experimentar piedad y compasión la perdió, quizás, siendo muy pequeña, y precisamente esas carencias emocionales, de consecuencias psicológicas irreversibles, la han convertido en una ejecutora ideal de los atroces planes diseñados por los paranoicos dictadores cubanos, entre ellos, imponer un control totalitario y no entregar el poder.
Hace apenas unas semanas, Delcy Rodríguez desde la presidencia de la asamblea nacional constituyente advirtió: “Nosotros más nunca vamos a entregar el poder”. Resulta especialmente peligroso que la conducción del país esté en manos de gente como los hermanos Rodríguez, convertidos en los verdaderos dueños del poder, por encima de Nicolás Maduro y Diosdado Cabello, que ya es decir.