Nadie debería dudar de que estamos viviendo los últimos capítulos de la dictadura de Nicolás Maduro Moros. Su desalojo es un hecho inédito pero cierto, se asemeja a la caída de otros dictadores que por aferrarse al poder terminaron presos o muertos, como es el caso de Alberto Fujimori que actualmente cumple una larga condena en el Perú y posiblemente muera muy enfermo en prisión; del panameño Manuel Noriega, capturado por los norteamericanos y llevado a una cárcel estadounidense acusado y juzgado por narcotráfico; del yugoslavo Slódoban Milósevic, entregado a la Corte Penal Internacional de La Haya; o del megalómeno Muammar Gadafi, muy bien recibido en Venezuela por su par venezolano, el difunto Hugo Chávez Frías, pero finalmente derrocado y arrastrado en la calle por una multitud, en el sur de su país, adonde huyó y encontró la muerte, tiroteado sin misericordia mientras pedía clemencia, poniendo fin así a más de cuatro décadas de cruel tiranía.
El destino de esos dictadores y de sus regímenes debería ser un espejo para evitar un final semejante en Venezuela. Pero no quieren ver las señales que se han comenzado a dar en varias ciudades del país, con el incendio y derribo de las estatuas de Hugo Chávez que presagian lo que suele suceder cada vez que cae un gobierno tan despreciado como el del usurpador Maduro. Pero no quieren pasearse por los hechos registrados en las hemerotecas; cuando cayó la dictadura de Marco Pérez Jiménez, por ejemplo, no solo saquearon sus propiedades sino las de sus altos funcionarios. Algunos están vivos y pueden contarlo.
Deberían preguntarse quién podrá contener la ira y el odio acumulado durante años de sufrimientos, con tantos muertos debido a la falta de medicinas y de tratamientos médicos, por el hambre, la insalubridad y la miseria que convirtieron al país en solo escombros y ruinas. Quizás sea la razón para la reciente huida hacia Colombia del general Carlos Rotondaro, ex presidente de los Seguros Sociales, quien hace denuncias graves sobre la corrupción y las muertes de enfermos de diálisis, en lo que sin duda tiene sus responsabilidades. Pretende salvar su pellejo con la Ley de amnistía y el reconocimiento de Juan Guaidó como presidente interino. La tienen bombita para que negocien su salida y escojan un destino como España, donde algunos ya tienen propiedades, dinero -mal habido- y hasta parte de sus familias, pero están aferrados en sus guaridas, con el apoyo de narcomilitares leales, los paramilitares de los colectivos, bandas delincuenciales que gozan de impunidad, los centenares de cubanos del G2 (la semana pasada llegó al país un equipo multidisciplinario integrado por unos 500 cubanos, especialistas eléctricos y expertos en disuasión de manifestaciones), de sus aliados de la guerrilla colombiana y de los descarados colaboracionistas, que dicen ser de oposición, pero hacen un admirable servicio de bomberos en comparsa con negociadores extranjeros, como el español Rodríguez Zapatero, que intenta darle los últimos respiros, boca a boca, a la dictadura.
En el espectro político han reaparecido los fantasmas del diálogo y las negociaciones, a pesar de que un abrumador 88,9% del país quiere que se “vayan ya” del poder y no están dispuestos a apoyar diálogo ni negociación alguna, como lo señala la encuestadora Meganálisis en su último sondeo. No hay que creer en cuentos de camino de otras encuestadoras, que están saliendo al paso para hacer creer que hay un porcentaje importante de la población que quiere negociar. Aquí la única negociación posible es la salida inmediata de Maduro y de sus secuaces.