Cuando uno ve la diferencia que existe entre salarios y costo de vida no puede menos que preguntarse: ¿qué hacen los venezolanos para subsistir?
Muchos responderían que simplemente no subsisten. Si consideramos que el salario promedio no da ni para comprar un cartón de huevos, parece que esa respuesta podría tener sentido. Pero es obvio que por muy grande que sea el segmento que se encuentra excluido y condenado a la mendicidad, este es un grupo cercano al 14% de la población total, lo que nos obliga a pensar en el restante 86% que algo más están haciendo para vivir.
El grupo más grande ellos (60%) se ha convertido en dependiente de las transferencias estatales. El ingreso de su trabajo no alcanza para cubrir necesidades básicas y su consumo está determinado por los subsidios. Quizás la política pública más importante en este sentido es el CLAP. Con una penetración irregular, pero elevada, cuando una familia accede a una caja o bolsa de comida está recibiendo una transferencia directa superior a Bs. 30 millones. La media indica que más de la mitad de las familias logran obtener un CLAP por mes. En adición, este grupo recibe bonos y transferencias oficiales en un promedio de Bs. 5 millones de adicionales, que sumado a lo que ganan directamente, nos da un ingreso superior a Bs. 45 millones mensuales por familia, equivalentes a unos 20 dólares (a la tasa del momento de cálculo). Es obvio que la calidad de vida de este grupo es muy baja. Sus ingresos solo permiten cubrir un grupo de necesidades alimentarias básicas. Su situación es de pobreza y no tiene recursos para cubrir otras necesidades como salud, transporte, servicios y educación. Este grupo es lo que podríamos llamar el estrato bajo, pero con capacidad de subsistencia mínima, extremadamente dependiente del Estado para subsistir, lo cual lo hace estar más preocupado por recibir sus transferencias que por protestar o participar en acciones de defensa de sus derechos económicos o políticos.
El restante 26% de la población tiene acceso a divisas extranjeras en diferentes magnitudes. 11% porque tiene ahorros en el extranjero, una estrategia común en la época de las vacas gordas y el bolívar sobrevaluado, que convirtió a Venezuela en el país con mayor cantidad de divisas privadas per cápita depositadas en el exterior de toda América Latina, incluso hoy, en medio de su peor crisis. Por supuesto que este ahorro privado juega un papel preponderante en el consumo actual de esa parte de la población, híper estimulada además por la subvaluación del bolívar, que hace que las divisas rindan mucho más en Venezuela que en el exterior (vivir en la ciudad más cara de Venezuela es cinco veces más barato que hacerlo en Miami). Otro 9% de los venezolanos están viviendo de las remesas de familiares y amigos. No es un ingreso que les haga ricos, ni les permite un consumo de lujo, pero sí los ubica muy por encima de la media de ingreso de los dependientes (tres veces más alta, para ser exactos) y les da holgura para la cobertura de necesidades básicas y emergencias. Y finalmente están los venezolanos que obtienen divisas producto de su trabajo en Venezuela, como compensaciones de sus patronos, participación en el mercado negro, contrabando de frontera o narcotráfico. Considerando el flujo migratorio actual, podemos proyectar que saldrán del país unas dos millones de personas más en los próximos tres años y el impacto sobre remesas será muy importante, convirtiéndolas, junto a las repatriaciones, en las partidas principales de los ingresos futuros de la nación, lo que explica el interés manifiesto del gobierno en controlar, como sea, ese sistema.