Para muchos, el nombre de Salomón Cohen está vinculado exclusivamente a los Sambil o a los edificios con los que sembró Caracas durante décadas. Otros lo describirán como un empresario eficiente, exitoso, serio y honrado, quizás el constructor más importante y conocido del país, que incorporó a sus hijos y nietos al negocio y supo mantener una empresa familiar de gran dimensión, enraizada en Venezuela, pero con importantes proyectos de expansión mundial. Sin duda, un ejemplo de éxito empresarial y económico. Sólo con esta descripción podríamos decir que era un hombre sobresaliente y un ejemplo a seguir. Pero esta información es sólo una capa superficial.
Vino a Venezuela desde Jerusalén como parte de una familia inmigrante, judía y numerosa. Como él contaba, tuvo la oportunidad de formarse gracias a la gratuidad de la educación, pues su padre no tenía los recursos para financiarlo. Mientras muchas personas ven eso como un derecho natural en el que poco piensan y agradecen, él en cambio decía que: “Venezuela me dio todo y todo le debo”. En un país emborrachado por la riqueza petrolera y con una población que se siente merecedora de todo sin entregar nada a cambio, el “todo” que el país le había dado a Salomón y que lo comprometió por siempre a devolverle su esfuerzo, trabajo, pasión, labor responsable y contribución a la sociedad fue: la educación. Entendía que lo más importante que te pueden dar es: la capacidad de hacer, de producir, de inventar, de crear, de trabajar para ti, para los tuyos y para todo el país. No se trata de recibir cosas hechas por otros, sino de ser formado para hacerlas tú, como él las hizo.
Pero en la vida no todo es racional. Salomón era, por encima de cualquier cosa, un hombre bueno, un esposo íntegro, un padre y abuelo ejemplar y un excelente amigo. Construyó, con su esposa Dita, una familia espectacular, unida, marcada por sus valores y principios y comprometida con su legado de trabajo, esfuerzo y seriedad. Ver a los Cohen reunidos es una fiesta en sí misma. Por cierto, bulliciosa, polémica, divertida, en la que se respira el concepto más puro de familia. Y los nietos repiten lo que sus abuelos crearon, con la curiosidad y el deseo de seguir la ruta que su tradición familiar ha marcado. Ese legado vale muchas veces más que todos los Sambil. Él entendió que la fortuna va y viene, pero los valores, la formación, el compromiso y el saber hacer las cosas no te los puede quitar nadie. Enseñó a su familia con el ejemplo, amó a este país y enseño a sus hijos y nietos a quererlo como él.
Hace 20 años, cuando inauguraron el Sambil Caracas, estuve en la inauguración, que coincidía con su cumpleaños. Y decidí desde ese día cambiar mi ruta de ejercicios y caminar de mi edificio al Sambil, darle un par de vueltas y regresar a casa. Me resultaba más divertido que ir al gimnasio. Salomón, que revisaba los pasillos personalmente a diario, me encontró un día caminando en short y franela sudada y me preguntó que hacía vestido así, y le conté. Me dijo: “Luis Vicente, vente cuando quieras y camina por aquí, pero vístete adecuadamente”. Tras su muerte, cumpliendo el rito judío, sus deudos rasgaron sus vestiduras como muestra de tristeza profunda. No pude evitar pensar que Salomón agradecería el gesto y el respeto a sus tradiciones de Lamentación, Shivá (que hoy, a los siete días de su muerte termina), Sheloshim y Duelo, pero estará impaciente de que llegue el momento en que su familia cambie la tristeza por la alegría de recordarlo, con el orgullo profundo de provenir de un hombre que dejó una huella imborrable en ellos y en este país que hizo suyo, como nosotros le hicimos a él nuestro.