En Latinoamérica cualquier intento de imponer una identidad absoluta fracasará. Los rasgos identitarios que definen a los pueblos están signados por realidades históricas, estas pueden ser dolorosas, liberadoras o sanadoras pero deben procesarse sobre la base de que estas definen lo que hoy somos. Deben entenderse y acoplarse bajo un criterio consensual y de respeto, de lo contrario la sociedad pugna y se vierte entre sus pueblos una inagotable dialéctica que procura siempre la imposición de una visión sobre otra.
El poder cíclicamente define interpretaciones históricas, simbologías, narrativas políticas y sociales y hasta intenta recomponer una economía que responda a estos intereses ideológicos, pero, por más potentes que ellos sean, siempre culminará en éxitos parciales, pues a cada ciclo surgirá una revolución que intenta reponer los arquetipos que se han querido extinguir. Es que todo lo que ha vivido un continente, un país, un pueblo, forma parte de la historia y experiencia que lo define. Por eso Latinoamérica es un continente que, por así decirlo, se niega a sí mismo e intenta sin éxito recrearse en utopías absolutas. Es un continente que vive derrumbando sus estatuas.
En la actualidad es convulso, lo ha sido desde hace más de 200 años; mientras que en Nicaragua los que se cuadraron con Violeta Chamorro y Arnoldo Alemán están presos y perseguidos, no levantan cabeza y pagan cada vez más impuestos al sandinismo; en Colombia se consolida la opción de la coalición “Colombia Humana”, encabezada por Gustavo Petro que propone una Colombia de encuentros tras décadas de exclusión; En Perú, una iniciativa parlamentaria de miembros de Perú Libre, el partido del presidente Castillo propone modificar constitución y adelantar elecciones para marzo 2023, ocho de 32 parlamentarios de Perú Libre promueven la iniciativa.
En Paraguay un grupo de Senadores pedirán a Venezuela que reanude venta de combustible barato, poniendo fin a la dualidad pretendida de gobiernos establecida como mecanismo injerencista de EEUU en la política venezolana, que propició artificialmente un supuesto “gobierno interino” que se voló de un plumazo activos estratégicos de la Republica en el exterior; en Brasil, todo apunta al retorno de Lula da Silva en la conducción de la gran nación amazónica y el retorno del partido de los trabajadores al poder; todo esto ocurre y al propio tiempo se muestran por primera vez en años de revolución cubana que no todo es un “mar de felicidad” en la isla, reportándose las primera protestas importantes, imágenes que recorrieron el planeta, gracias a la tecnología de las comunicaciones.
Y, en Venezuela, los sondeos de opinión de las principales encuestadoras reportan que un 82% de la población no quiere, rechaza el liderazgo opositor; pero también un 73% rechaza al gobierno, al liderazgo chavista o revolucionario. Sin duda esto genera un clima de debilidad en cuanto al consenso nacional.
Surge la pregunta: ¿cómo entonces podemos lograr identidad en un continente en el que se debaten de manera pugnaz tantas posiciones, en ocasiones una excluyentes de las otras? Élites oligárquicas que se niegan a ceder espacio, enormes grupos raciales que reclaman reconocimiento y respeto históricos, grandes masas de pobres que quieren ser liberadas de sus liberadores revolucionarios, que a contra natura, se constituyen en similares a las élites que pretenden combatir y, por supuesto, las ya tradicionales masas oprimidas por sistemas económicos injustos y segregacionistas.
Todo esto sazonado por la injerencia internacional, de variadas latitudes, evento nada nuevo en la historia de los pueblos del mundo: cuando los ciudadanos no logran pactos para definir la vida de sus naciones, los más fuertes los dominarán, ha sido así desde antes del Imperio Romano hasta hoy, en Latinoamérica somos víctimas culposas de nuestro propio atraso o, para ser menos rigurosos; pululamos en un debate que nos defina, pero al propio tiempo, sacudiéndonos el lastre de la opresión y la pobreza, tampoco es fácil auto-definirse en medio de la agónica situación histórica de nuestros pueblos.
Es un clima de constante inestabilidad que tiene su origen en la orfandad identitaria y en la consciencia de oprimidos, no es por azar que en materia de fe, que es uno de los factores que nos agrupa como nación, la teología autóctona de nuestro continente haya sido la “Teología de la Liberación”. Somos un continente de pobres y excluidos, eso es difícil de esconder, nos marca en una constante búsqueda de liberación, en ella vemos la salvación del otro y de nosotros mismos.
Pero, con mucha gravedad observo, negamos intentamos negar el único rasgo distintivo que nos une desde el Río Grande hasta la Patagonia: la Hispanidad. En lugar de recrearla con el componente autóctono indígena y el de la afro-cultura para construir un porvenir sólido de inclusión y progreso, debatimos anacrónicamente en subsistemas pseudo-históricos, pretendiendo ir más allá del debido respeto a la dignidad humana de las minorías. Es una lucha sin sentido; somos hispánicos, indígenas y afrodescendientes; en nuestra sangre circula el mestizaje y donde no lo sea estrictamente, existe uno de corte cultural e institucional que se ha dado como producto de la concepción moderna del estado. Finalmente allí estriba el meollo de nuestro avance como sociedad, de auto-comprendernos sin complejos, pero también sin exclusiones y opresiones, América Latina necesita ser libre; espiritual, política y económicamente libre y soberana. Cosa que no puede conseguirse si en principio no acordamos qué somos esencialmente.