Por vez primera, en nuestra historia como nación, la gran mayoría de los venezolanos pasan hambre. Millones no hacen tres comidas al día y son muchos los que deben conformarse con una.
Miles no envían a sus hijos a la escuela porque no tienen como darles para comer –el desayuno escolar, la galleta nutricional, el vaso de leche o el lactovisoy que implementamos en nuestra gestión gubernamental son cosa del pasado- y han optado por dejarles dormir hasta más tarde para así saltarse una oportunidad de “meter los pies bajo la mesa”.
La carne es un lujo que pocos se dan y el pollo y pescado también lo son. Granos y cereales se han hecho inalcanzables por su precio.
Miramos a nuestro alrededor y notamos con preocupación como tantos han adelgazado: “es la dieta de Maduro” dice el común.
En cada barrio o caserío que visitamos se multiplican los relatos de las crecientes dificultades para conseguir alimentos y en más de una ocasión nos domina la indignación por lo que por culpa de un gobierno incapaz padecen semejantes de cualquier edad.
Es muy diferente leer un reporte de expertos que señala cuanto ha disminuido la ingesta diaria y cómo afecta a la población, o afirmar en medios como lo he hecho recientemente “La escasez de alimentos supera ya el 80 % lo que hasta el propio Banco Central de Venezuela reconoce, si bien recientemente cambió el concepto de índice de desabastecimiento por el de acaparamiento indicando que por esto falta el 87 % de lo requerido para el consumo” que toparse cara a cara con el hambre.
Llegar a un sector de clase trabajadora como Los Guaritos, en Maturín, Monagas, y durante una visita casa por casa oír el llanto desesperado de un niño que te lleva a preguntar que tiene y escuchar a una madre en los huesos afirmar “tiene hambre” es terrible como experiencia personal.
Encontrarse en una bodega en la urbanización Andrés Eloy Blanco de la capital monaguense, caída la tarde, donde en los estantes solo hay casabe, huevos y un poco de queso, y presenciar la escena de una niña que apenas llega al mostrador pidiendo “maita que me venda un huevo” para enterarme inmediatamente después que ese huevo, rendido con un poco de masa de maíz será la cena de la familia, parte el alma.
Caminar El Respiro un domingo y escuchar a una abuela afirmar con voz quebrada “tenemos días comiendo mangos” sería surrealismo puro sino fuese absoluta verdad para convertirse en angustia cuando concluye con una pregunta sin respuesta: “¿pero qué haremos cuando termine la cosecha?”.
Atender a profesores y a obreros que te enseñan sus constancias de pago a la par que comentan “con una quincena no alcanza para comprar dos pollos” es de los más frustante.
Observar día a día las colas en las cuales se humilla al pueblo para obtener migajas con las cuales mitigar el hambre, te carga de rabia.
Sobran las razones para empeñarnos cambiar para contar con un gobierno que se ocupe de las muchas necesidades de venezolanos y venezolanas pero con seguridad el hambre de casi todos es la primera.