Como Frost “me fui al bosque a vivir pausadamente, a expeler todo aquello que no es vida para así al morir no sentir no haber vivido”.
Tomé unos días para recorrer parte de esta Venezuela que tanto nos duele hasta los entresijos del alma, manejándola, topándome con esos huecos de sus carreteras que casi te destruyen el carro y te sacan del fondo del alma una buena mentada de madre; con sus autopistas no terminadas por obra de algún corrupto impune. No sé cuántas veces salieron ami encuentro afiches, vallas, megacarteles con la imagen del comandante Chávez, una inversión publicitaria que quién sabe cuántos millonarios ha producido. Venezuela es efectivamente un país monoproductor, pero el único producto ya no es el petróleo, el personalísimo lo desplazó, es lo único que se consigue, lo único que se anuncia y que la gente puede y debe comprar sin tener que madrugar: palabras, discursos viejos que nos hablan de un pasado del que ellos mismos son ya la peor parte. Pero debajo de los abusos y las inoperancias, de la justicia parcializada, de la corrupción obscena, del sapo cooperante y las cuentas mil millonarias de Andorra, por debajo de la maldad convertida en destino, un país mayoritariamente bueno resiste desde la esperanza de que tiempos mejores han de venir. Al encuentro de ese país me fui, cual Valentina Quintero de la vida, dejando al azar de cada día el gusto de mostrármelo.
Pasé por Choroní, que aún mantiene sus calles coloniales, perfectamente conservadas y su gente amable, con el alma entradora y generosa del costeño. Con razón este pueblo nos dio, en la Madre María de San José, nuestra primera beata. Es un lugar seguro, “en Choroní, ni choro”, podría ser su lema en cuanto a seguridad se refiere. Cientos de posadas de gente amable, como Casa Mori con los masajes senadores de Alevis en Puerto Colombia, puerto, por cierto, donde los pescadores inician su faena diaria en “los hombros de América”. Un ambulatorio limpio, bien dotado y de gente atenta, una iglesia bellamente conservada, con sagrario nuevo, luminoso, obra, según me cuentan, de la gran artista Belén Girard. Me fui a Chuao con Pedro Di Palma (@paraisochoroni) de guía , un enamorado de la zona y Carlos, un pichón de cura, de esos que necesitamos de alma bondadosa y compromiso. Nos llevó “El Niño” en su peñero; un hombre de palabra, honesto. Chuao es tierra de gente inteligente que prefirió que el gobierno le pavimentara las calles internas antes que una vía para comunicarlos con el mundo por tierra; quieren seguir siendo gente de mar y no les importa la dificultad de que hasta sus autobuses tengan que venir sobre los hombros de los peñeros. Chuao es un nombre delicioso para el mundo entero, es la denominación de origen de nuestro mejor cacao, que lo cultiva y lo procesa la comunidad que practica un socialismo auténtico, del que brota del acuerdo de la gente, de su sentir cotidiano y no de la imposición arbitraria de quien quiere obligar al hombre a ser lo que no es y a sentir lo que no siente. Los helados de cacao de la señora Aquilina son una delicia salvadora en el solazo de la plaza de secado de las semillas, frente a la iglesia colonial.
De la costa me fui a los Andes, parando en Puerto Cabello en la posada Santa Margarita, una verdadera joya colonial. Puerto Cabello podría ser nuestra Cartagena de Indias y el Castillo de San Felipe un centro de difusión de toda la historia que debemos aprender para evitar errores ya transitados. Los pueblitos andinos exhiben la certeza de que los venezolanos no somos flojos. Mérida y su gente siempre anima el alma. El pueblo hace colas inmensas, inocultables, por toda la ciudad, con sol y lluvia. Es triste comprobar que las penurias de Luz Caraballo aún no terminan, pero reconforta ver a personajes como Don Manuel Da Silva Oliveira, alma de la Heladería Coromoto con su Guiness de ser la heladería con más sabores del mundo. Vino de Portugal, como tanta gente trabajadora en 1954 y hasta el sol de hoy, como buen colibrí, hace lo que tiene que hacer y aguanta. En Apartaderos, Giovanni y Francisco mantienen la Casa del Páramo, con artesanías hermosas y un restaurante pensado para el turista que quiere disfrutar de una buena comida rodeado de arte. En la Mucuy Baja, Xinia y Peter con pasión y años han edificado un amoroso remanso de paz para turistas que buscan reposo, serenidad, naturaleza y rica gastronomía, tan amoroso como ellos mismos que andan agarraditos de manos como el primer día de noviazgo.
Es una pequeña muestra de ese otro país, mayoritario, honesto y trabajador, que por todos aguarda el renacer de esa esperanza de la que ellos, a veces sin siquiera saberlo, son guardianes y refugio. Son la Venezuela bonita de la que seguimos enamorados.