El hato de doña Bárbara en la novela homónima de Rómulo Gallegos se llama El Miedo. La obra, publicada el 11 de agosto de 1929, es una metáfora de la Venezuela que le tocó vivir a Gallegos durante la dictadura gomecista. El miedo no se ha extinguido del alma venezolana 86 años después. Nuestra tierra sigue siendo un fundo manejado por la voluntad arbitraria de un capataz devorador de pueblos. La Real Academia de la Lengua Española nos ofrece dos definiciones para miedo: la primera, “perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño real o imaginario”; y la segunda, “recelo o aprensión que alguien tiene de que le suceda algo contrario a lo que desea”. Los venezolanos de este tiempo estamos viviendo las dos.
No estamos bien, una perturbación angustiosa nos sacude el alma; vemos cada día un daño nuevo desplegarse con consecuencias impredecibles. Un 27 de febrero en cámara lenta, según algunos, planificado por el imperio. Todo en la Venezuela de este tiempo es obra del Pentágono y la CIA. ¿No será que nuestros conductores son sus agentes mejor encubiertos? Ya la cosa es sospechosa. Muchos piensan que lo que está sucediendo en el país va más allá del error o la incapacidad; que se trata de una acción planificada de destrucción, sin comprender bien cuál es la ganancia —más allá de las cuentas en Andorra— que alguien puede sacar de tamaña debacle. Por otro lado, en la segunda acepción de miedo, la del recelo de que suceda algo no deseado, estamos militando todos en este momento. Vemos un panorama desalentador. No somos capaces de imaginar cuándo saldremos de la pesadilla, ni a qué costo. Tenemos una pésima expectativa de nuestro futuro, al que, más que destino, deberíamos nombrar desatino. El miedo llegó para quedarse y cada día es más difícil alimentar la esperanza. Sabemos que la luz que se ve al final del túnel es la de una gandola que viene de frente y que casi con certeza será víctima de un saqueo.
Según los estudiosos de la materia, gracias al miedo la humanidad ha podido sobrevivir, porque desarrolla en nosotros un mecanismo adaptativo que nos permite tener conciencia de los peligros y amenazas que se nos vienen encima. Si no tuviésemos miedo a la muerte, por ejemplo, seríamos seres temerarios que perderíamos la vida con facilidad. Pero no es este el tipo de miedo que nos agobia, sino su expresión en un estadio superior: el terror. “El terror sobreviene cuando el miedo ha superado los controles del cerebro y ya no puede pensarse racionalmente”. No es racional lo que sucede en el país. No estamos pensando; simplemente embestimos para agredir o defendernos. Nuestra principal tarea frente al futuro es recuperar la cordura, la razón, las ideas, volver a soñar juntos un país de esperanza y optimismo.
Para vencer este miedo que padecemos tenemos que identificarlo, definirlo, estudiarlo, conocer su historia, controlarlo, pero sobre todo afrontarlo con acciones concretas, porque —según los especialistas en la materia— esa es la única forma de derrotarlo. Cuando un proyecto de país da miedo, el único camino es encontrar otro alternativo que nos dé vida, justicia, seguridad y paz. En varios países de América, Venezuela incluida, existe una palabra popular para nombrar el miedo: culillo. La traigo a colación porque se refiere al miedo que te acobarda y paraliza. Este tiempo exige de nosotros valentía y acciones concretas, racionales y civilizadas que permitan aplacar esa doña Bárbara que todos llevamos dentro para que Santos Luzardo cabalgue libremente de una vez por todas por esta llanura venezolana, sin temor a terminar en Ramo Verde, La Rotunda de este benemérito.
Franklin Delano Roosevelt decía: “De lo único que tenemos que tener miedo es del propio miedo”. Y si alguien sabía de culillo era Franklin Delano.