La llegada de Cilia Flores y Nicolás Maduro al palacio presidencial, después de la muerte de Hugo Chávez, nos ha traído a los venezolanos una etapa insólita para la vida de nuestro de país.
Son tantas cosas impensables que han ocurrido que pareciera que el país ha perdido la capacidad de asombro.
Los tiempos en que existía una clara división de lo bueno y lo malo, se han esfumados. La justicia definitivamente ha sido enviada al exilio como muchos compatriotas de bien, y ha llegado el reino de la complicidad y la alcahuetería. Basta tener un vínculo familiar, político o afectivo con quienes nos gobiernan para tener patente de corso para delinquir libremente y amparado por el Estado.
Cada día Venezuela se transforma en un Estado entre ficticio y forajido, que sistemáticamente destruye el tejido moral de la nación. Hemos llegado a un punto de inflexión donde es obligatorio decidir si continuar en esta dirección o frenar un gobierno que no solo nos lleva al despeñadero económico, sino más grave aún al moral.
Hacer la lista de los casos de corrupción que permanentemente nos enteramos, es más larga que la lista de los alimentos y medicinas que no se consiguen, sin embargo, no se produce ninguna investigación y mucho menos algún castigo. Así ocurre con el clamor de justicia de los familiares de los más 221 mil asesinados en los últimos 16 años, la cual reina por su ausencia.
En este proceso de deterioro del Estado, como ente responsable de garantizar la justicia a sus ciudadanos, así como de combatir la delincuencia, nos encontramos diariamente con casos de funcionarios policiales y militares denunciados por estar involucrados con la delincuencia organizada, lo cual tampoco ha generado ninguna acción que propenda a castigarlos.
Ahora bien, después de habernos enterado de acusaciones contra distintos altos jerarcas del gobierno de estar involucrados en el narcotráfico y una vez más no activarse ninguna investigación, sino por el contrario ser objeto de ascensos y condecoraciones, la sigilosa y larga mano de este flagelo social que es la producción y distribución de drogas, salpica a Miraflores.
Desde mi punto de vista no es imputable a ninguna familia el comportamiento de algunos de sus miembros, pero lo que sí es cuestionable es cuando con nuestro silencio o protección tratamos que su acciones no sean castigadas. No me alegra la situación familiar que pueda estarse viviendo en Miraflores pero la responsabilidad que conlleva los cargos públicos exige que desde allí se inicie una investigación seria para acabar con la penetración de narcotráfico en nuestro estado.
El país espera por una ley amnistía desde la nueva asamblea nacional que se instalará el próximo 5 de enero, pero esta ley lo primero que debe lograr es que la justicia vuela de su exilio para gobierne en Venezuela.