Estando de paso por Lima durante las fiestas de fin de año, decidí imitar un fragmento de una película que había visto recientemente, Darkest Hour, una escena en la que Churchill baja al metro de Londres en mayo de 1940, cuando parece que las tropas inglesas van a ser masacradas en Dunkerque y la invasión nazi a Gran Bretaña es inminente e inevitable, y pregunta a la gente de un vagón del transporte público si debe entrar en negociaciones de paz con Hitler, mediadas por los italianos, una consulta que todos responden a gritos y de modo sanguíneo, diciendo que nunca, nunca, debe negociar con el déspota alemán, y que nunca, nunca, los ingleses deben rendirse a los nazis.
En mi caso, y como no hay un metro subterráneo en Lima, decidí que subiría a una pequeña unidad de transporte público que los peruanos llamamos «combi», que viene a ser más chica que un ómnibus, y en la que caben, apiñados, unos quince o veinte pasajeros, y que les preguntaría, en caso de que me reconocieran, pues llevo ocho años largos sin aparecer en la televisión peruana, si debo o no debo ser candidato presidencial en mi país de origen, el Perú, en las elecciones que deberían celebrarse el primer semestre de 2021, a menos que el actual presidente, bastante desprestigiado, y cuya autoridad moral ha quedado mellada y en entredicho, sea destituido antes por el Congreso, y se convoque a elecciones anticipadas.
Cerca de mi apartamento, en el corazón del barrio noble de San Isidro, me detuve en un paradero, a la sombra de un sol tibio, esperé a que viniera una «combi» y, tan pronto como llegó, tuve dificultades para subir a ella, pues no estoy precisamente flaco. Apenas entré encorvado y me senté en la última fila, advertí por las miradas curiosas que la gente me había reconocido, y algunos parecieron sorprendidos de verme allí y me saludaron con cariño. No aguardé sino dos minutos para sentirme en confianza y anunciar:
-Hola, buenas tardes, soy Jaime Baylys.
Me miraron como si fuese un loquito o un mendigo que se aprestaba a pedir limosna o un cantante aficionado que se disponía a infligirles una melodía.
-Me gustaría preguntarles si ustedes creen que es una buena idea que me postule a la presidencia del Perú –continué.
El promedio de edad era probablemente de veintiocho a treinta y cinco años, quiero decir que casi todos eran menores que yo. También noté que había más mujeres que hombres y que ellas me miraban con una velada simpatía que no era tan ostensible en ellos. El conductor me veía en su espejo cada tanto, no sé si halagado u horrorizado, y el cobrador me lanzaba una mirada inescrutable, que parecía una manera de decirme: aunque seas famoso, te voy a cobrar igual, no te hagas ilusiones.
-¿Qué creen que debo hacer? –volví a preguntar, a ver si alguien se animaba a romper el hielo-. ¿Me lanzo o no me lanzo?
Una mujer joven, el pelo negro, azabache, rizado, anteojos grandes de intelectual, me dijo:
-Lánzate, Jaimito. No tienes nada que perder.
-¿Y si pierdo? –pregunté.
-Si pierdes, igual sales ganando. Te haces más famoso. Mira a Kuczynski: perdió, quedó tercero, pero en la siguiente salió ganando. Mira a Barnechea: perdió en la última, pero se hizo famoso.
-Es cierto –apunté.
-Si no te lanzas, nunca sabrás si te hubieran elegido presidente. Tienes que lanzarte nomás. Y si pierdes, no importa, igual sales ganando, porque eres joven y puedes postular en la próxima.
Me pareció un buen argumento.
-El problema es que no vives acá –me dijo un muchacho rollizo y de aire taciturno-. Tienes que mudarte al Perú. Tienes que volver a tu programa El Francotirador.
-No estoy tan seguro de eso –dije-. Si vuelvo a la televisión, terminaré haciendo payasadas.
-Pero te extrañamos, Jaimito –dijo, en tono afectuoso.
-Gracias –dije-. ¿No sería suficiente con volver un año antes de las elecciones?
-No –dijo él-. Tienes que regresar ahorita. La cosa está bien movida. No puedes quedarte en Miami, si quieres ser presidente. Tienes que comenzar tu campaña ahorita.
No estuve de acuerdo, pero preferí guardar silencio. Luego pregunté:
-¿Qué creen que me jugaría en contra, si me lanzo?
Una señora no dudó en responder:
-Tu fama, Jaimito.
La gente se rió, y yo me reí también.
-¿A qué te refieres? –pregunté.
Ella me miró con vago afecto y, sin embargo, no suavizó sus palabras:
-Tienes fama de marihuanero.
Muchos soltaron una carcajada, incluso el chofer y el cobrador rieron de buena gana.
-Comprendo –dije, con un airecillo pícaro, exento de culpa.
-También tienes fama de ocioso, de dormilón –prosiguió ella, para más risas de los viajeros, de aquellos que ya estaban en la «combi» cuando subí y de los que se habían aupado más adelante.
No juzgué apropiado tratar de defenderme. Quería conocer las opiniones sin filtro ni maquillaje de la gente. Por eso le pregunté a la señora:
-¿Alguna otra mala fama?
Ella me miró a los ojos y respondió lo que probablemente estaba en la mente o la lengua de casi todos:
-Dicen que eres del otro equipo.
Una gran risotada franca resonó en ese vehículo ya algo cochambroso. Yo me reí también, por supuesto.
-Dicen que te gusta patear con los dos pies –remató ella.
Tras un breve silencio risueño, maticé:
-Es cierto. Pero ahora estoy casado con Silvia. Llevamos siete años casados. Somos muy felices. Tenemos una hija. Soy fiel a mi esposa.
Algunos me miraron con una desconfianza jovial.
-¿No creen que con saber eso la gente perdonaría mis aventuras amorosas del pasado? –pregunté.
Hubo un silencio que sentí pesado, ominoso. Un jovencito se animó:
-Yo votaría por ti. Pero mucha gente homofóbica no va a votar por ti, aunque digas que estás casado.
-Comprendo –dije-. ¿Y ustedes piensan que, cuando me pregunten por mi sexualidad, debo decir que soy bisexual, o que fui bisexual? ¿Qué les gustaría escuchar a ustedes, qué les daría más confianza?
-Que fuiste bisexual, Jaimito –me dijo una señora, sentada a mi lado-. No puedes decir que sigues siendo bisexual. Parecería que le sacas la vuelta a tu esposa.
De nuevo un estrépito de risas amables impregnó el aire tibio y relajó las tensiones.
-¿Qué más creen que puede jugarme en contra? –insistí.
-Eres gringo, hermanito –me dijo un señor flaco, canoso, de aire retraído-. Eres gringo como nuestro actual presidente. Eso no es bueno. No puedes pedirnos que votemos por ti, si eres gringo. Tienes que renunciar a tu pasaporte gringo.
Casi todos asintieron, moviendo la cabeza, o incluso diciendo monosílabos ajenos a toda duda: no podía aspirar a la presidencia, preservando la nacionalidad de los Estados Unidos, que abracé hace veinte años.
-¿Debo entregar mi pasaporte? –pregunté.
-Afirmativo, Jaimito –dijo el señor-. Afirmativo. Y no sólo entregarlo. Tienes que romperlo y quemarlo en público.
-Ya mucho, ya mucho –se animó a opinar alguien desde las filas delanteras-. No se pase, señor. Cómo lo va a quemar en público.
-Muy bien –dije-. Entregaré mi pasaporte. Quiero decir, entregaré mi pasaporte peruano y me quedaré con el gringo.
Pensé que todos me festejarían la humorada, pero no fue así, pocos se rieron, y el señor que me pedía incinerar mi nacionalidad estadounidense me miró como diciéndome: has perdido mi voto.
No quería quedarme con dudas, así que pregunté enseguida:
-¿Creen que debo decir que, si gano, legalizaría la marihuana?
-No, de ninguna manera –dijo una señora-. No seas tonto, Jaimito. Este no es un país de drogadictos. La marihuana hace daño. No le hagas propaganda.
Sin embargo, las opiniones estuvieron divididas:
-Legalízala –dijo un muchacho-. Mucha gente joven votará por ti.
-¿Y sigo diciendo que, si gano, daré de baja a los militares y los pondré a trabajar como policías?
Nadie se animó a responder deprisa. Hubo miradas dubitativas.
-No es mala idea –dijo una chica.
-Pésimo, pésimo –dijo una señora-. No podemos quedarnos sin militares. Chile nos invadiría al día siguiente. Y Ecuador también.
-Por favor –se impacientó un hombre de mediana edad-. Nadie va a invadirnos. No es mala idea, Jaimito. Que los militares hagan algo útil por el país. Hay mucha delincuencia. Que trabajen como policías es una buena idea.
Antes de bajar, hice la pregunta más peligrosa:
-¿Cuántos acá piensan que debo postularme? Levanten la mano, por favor.
Todos, salvo el conductor y el cobrador, levantaron la mano.
-Yo pienso que debes ser candidato –dijo una señora-. Pero eso no significa que voy a votar por ti –agregó.
Nos reímos todos de buena gana.
-¿Qué debo hacer para que votes por mí? –pregunté.
-Córtate el pelo, hijito –dijo ella.
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