Cuando Íngrid Betancourt publicó, en 2010, su libro No hay silencio que no termine, escuché a más uno en Bogotá decir que había pagado a unnégre para que lo escribiera.
La méfiance hacia Betancourt, y la descalificación gratuita de sus talentos y sus móviles para escribir aquel libro, fue algo que por entonces me intrigó, entre otras cosas porque llegó a traspasar fronteras.
Un conocida mía en Caracas, sin siquiera conocerla personalmente, sin poder esgrimir un solo agravio personal, literalmente hizo campaña para que ninguno de sus amigos leyera el libro “de esa mujer”.
La buena señora, espécimen resplandeciente de lo que llamo “el veneco uribista”, me destazó en el curso de una sobremesa caraqueña, tan pronto dije que el libro me pareció, no solo turbadoramente bien escrito, sino lleno de penetrantes y para mí inesperadas consideraciones sobre el conflicto armado, la política y, sobre todo, las gentes colombianas.
Parece llegado ya el momento de sacar a pasear un poco de antropología política del “veneco uribista”.
Como es sabido, “venecos” nos llaman en Colombia, a veces con sorna, a veces con cariño. La mayoría de los venecos que ha escogido Colombia “mientras escampa” en Venezuela se manifiesta ferozmente uribista, sin duda por aquello de que “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”.
Ese simplismo, sin duda explicable por los enfrentamientos algo más que verbales entre Álvaro Uribe y el Presidente Comandante Eterno, se ve reforzado por la secular ignorancia de gran parte de nuestra clase media y su manifestación más crasa: la antipolítica.
La polarizada ofuscación, la sangrienta discordia que vive Venezuela desde hace más de tres lustros, lleva a muchos a ver el mundo por las estrechas aspilleras de nuestras ciudadelas, y alimenta disparates tales como que Juan Manuel Santos integra un protervo trío junto a Nicolás Maduro y Raúl Castro. Que conspira con ellos para entregar la antigua Gran Colombia al eje La Habana-Pyongyang-Caracas.
La semana pasada, Íngrid Betancourt pronunció, en un acto público, uno de los mejores discursos, si no el mejor, que en los últimos tiempos se hayan pronunciado en Colombia en apoyo al proceso de paz y en pro de la reconciliación nacional.
Hablo aquí de una rara pieza, conmovedora por lo que tiene de memoria personal y por lograr hacer la crónica emocional de una época que a ratos parece que se resiste a terminar. Su elocuencia, sin embargo, no se disipa en complejas consideraciones políticas, sino que es toda ella una vindicación de la idea del perdón. Fue un discurso humanista, más imbuido de filosofía moral que de política contingente.
Fue dura con la sociedad colombiana en su conjunto al recordar pasados fallidos procesos pacificadores, como el intentado a fines de los ochenta, saboteado con la masacre de miles de dirigentes de Unión Patriótica.
“Si bien se lograron acuerdos políticos entre los grupos alzados en armas y el Estado –recordó–, la verdad es que el grueso de la sociedad civil no se sintió involucrada, ni cambió su lenguaje ni su comportamiento, y rechazó con mecanismos de exclusión social, económica y política los nuevos actores nacionales, aun cuando habían quedado legitimados legal y políticamente”.
Esa coriácea actitud que denuncia Betancourt se percibe aún hoy al hablar con muchísima gente, de todos los sectores sociales de Colombia. Quizá se deba al efecto endurecedor de toda guerra sobre el alma colectiva.
La guerra que, tal como asevera Betancourt, solo “ha servido para instrumentalizar la pobreza de los más pobres y servir la codicia de los más vivos. Eso es lo que debe cesar”.