En el campus de Georgetown me crucé con un estudiante. En la nueva normalidad—la universidad estaba vacía—ambos intentábamos recuperar la normalidad anterior. Mascarilla mediante, y después de afectuosos saludos con el codo, nos enrollamos en “el” tema: la elección del 4 de noviembre.
“Viste que será Kamala Harris”, le dije entre pregunta y anuncio. Su respuesta fue “¿What? You are kidding me, she is a cop”. Literalmente, un “¿qué?” sonoro e incrédulo. “Estás bromeando, Harris es un policía”.
Se refería a su récord como Fiscal General de California, que fue “atroz, encarcelando gente por ofensas menores y arruinando la vida de muchos jóvenes”. Esta designación es “un insulto para el movimiento progresista que exige cambios profundos en el país, sobre todo en lo que hace al sistema policial y la administración de justicia”, concluyó.
Me sorprendió. Llegué a mi casa y me puse a leer detalles sobre aquella gestión de Kamala Harris. Fiscal de Distrito de San Francisco en 2004 y Fiscal General del estado en 2010, siendo electa Senadora en 2016. En efecto, su reputación como oficial de justicia ha sido tener “mano dura” con el crimen. La indignada desazón de mi estudiante retumbaba en mi cabeza.
Las noticias vespertinas eran todas sobre su nominación para acompañar a Biden en noviembre. Pasando de un canal a otro, me topé con una entrevista al propio candidato presidencial. Palabras más palabras menos, explicó su decisión en relación al pasado. “Tuve una relación muy cercana y abierta con Obama, siento que puedo tener la misma relación con Kamala Harris ahora en la fórmula y por eso la escogí”.
Es que los paralelos entre Obama y Harris son importantes. Elite afro-americana educada, si bien no como hijos de la segregación sino como hijos de la inmigración, ambos dan prioridad a temas identitarios, raciales pero también de género y orientación sexual.
Ambos también han recurrido a una estrategia habitual del Partido Demócrata: la luz de giro a la izquierda y el volante hacia la derecha. De eso se quejaba mi estudiante, a quien le recordé que tal cual había sido la presidencia de Obama. Por ello fue apodado el “Deportador en Jefe”, por ejemplo, a pesar de su retórica pro-inmigración.
“Su restructuración financiera otro tanto”, agregué. Luego del colapso de 2008 desoyó a Paul Volcker, ex Chairman de la Reserva Federal y difícilmente un socialista, quien le aconsejó separar la banca comercial de la banca de inversión. Obama dejó la industria intacta, sin embargo, y los ejecutivos de Wall Street se fueron a casa con gratificaciones millonarias pagadas por los contribuyentes. Los bancos, técnicamente quebrados, acababan de beneficiarse de un masivo rescate del gobierno federal.
Por razones de este tipo es que tal vez Harris represente algunos problemas para “el ticket”. Mano dura con el crimen es casi siempre recompensado por el votante medio, Trump lo sabe bien y Harris otro tanto. Es solo que en esta coalición joven y deliberadamente radicalizada, su récord puede generar un escenario similar a 2016, cuando la base de Sanders no salió a hacer campaña por Hillary Clinton.
Biden, a su vez, es un candidato confundido. Su carrera política es un monumento al pragmatismo, pero ahora no parece saber dónde colocarse. Por ello a menudo es mandoneado por subalternos. Esta semana circuló una carta abierta de cien hombres afro-americanos, todos ellos líderes en sus respectivas actividades, urgiendo a Biden a elegir a una mujer afro-americana como compañera de fórmula.
Allí le advierten que “no seleccionar una mujer negra en 2020 significará perder la elección”. Dicha carta se conoció el lunes 10, Biden anuncio la designación de Harris el martes 11. Si la secuencia fue pura casualidad, pues igual no se ve bien. No se le habla así a un presidente, ni siquiera a un candidato a presidente.
La de Harris es una doble candidatura. Debido a la avanzada edad de Biden, es improbable que, de ser electo presidente, vuelva a postularse en 2024. Él mismo sugirió que sería un presidente de un solo término, lo cual presenta una anomalía adicional: Harris hará dos campañas al mismo tiempo, la de Biden y la propia a la presidencia, convencer al electorado que también es capaz de ser presidente rápidamente.
Si Biden se ve inseguro en cuanto al espacio ideológico que ocupa, algo similar le ocurre con la dimensión temporal. Hasta ahora no ha sabido articular una narrativa de campaña que mire hacia adelante. Él mismo sigue atado discursivamente al pasado, a Obama-Biden. Es como si fuera una fórmula presidencial de tres.
Es que Obama retiene un protagonismo desmedido, inusual para un expresidente. Algo similar ocurrió en 2016 cuando se puso la campaña de Hillary Clinton al hombro, transformándola en un referéndum de su presidencia. Fue un gran error, su carisma, que lo tiene, opacó a la entonces candidata a presidente, quien nunca lo tuvo. Hacer lo mismo hoy supone además renunciar a la idea de futuro, Obama fue electo doce años atrás.
Y supone, además, ignorar que el último vicepresidente en ganar una elección fue George H. W. Bush en 1988. El votante medio, el que recompensa la mano dura con el crimen, también tiene una fuerte propensión a rechazar terceros periodos.