Elizabeth Fuentes: Crónica de Cuba

A Cuba se le terminó la buena prensa.

El romanticismo con el que algunos analizaban su historia se ha topado con una realidad terca y precisa difundida en las redes de todo el planeta. El grupo de guerrilleros y su «gesta heroica» ya no engaña a nadie y menos aún a los cubanos famélicos que han tomado las calles para exigir una vida distinta. Un pueblo dispuesto a ser reprimido y una dictadura decidida a exterminarlos porque, como dijo Kissinger para referirse a los vietnamitas del Norte » los comunistas no tienen ningún interés en negociar y no les importa la cantidad de muertos porque los muertos los alimentan políticamente…»

He visitado Cuba tres veces, cuando la sordina ideológica me impedía ver más allá de mis narices lo que era una realidad terrible, dura y sobre todo injusta, esa bandera que tanto se empeñaban en desplegar – igualdad para todos- y que se limitó a destruir la vida de un país completo.

Allá me encontré con el niño mimado del cine cubano, Tomás Gutiérrez Alea, quien hizo lo imposible por hacernos entender  el fracaso en el que habitaba: «Esto que estoy haciendo ahorita con ustedes no lo puedo repetir …» se refería a tomar libremente un Gin Tonic en la barra del hotel Capri, donde nos citó para la entrevista, porque sus finanzas no se lo permitían. Se quejó porque su viejo Fiat ya no andaba por falta de repuestos y pidió otro trago antes de irse, triste, abatido. Al creador de filmes inolvidables como Lucía o Memorias del Subdesarrollo,  la revolución lo había castigado como a todos, como siempre. Quien fuera uno de los pilares fundamentales del llamado Nuevo Cine Latinoamericano, quien contribuyó con su talento a mostrar el lado romántico de la gesta castrista, terminó marginado por el  poder, que sabía de su postura tibiamente crítica. Al año siguiente de esa entrevista – 1979-, estrenaba su filme Los Sobrevivientes, que si bien narra la historia de una familia cubana burguesa encerrada en su mansión para ignorar todo lo que ocurría allá afuera, muchos vieron en aquella situación exactamente lo mismo que pasaba al interior del  Palacio de la Revolución: un grupo de poderosos encerrados en sus ministerios sin escuchar en absoluto la realidad que les circundaba.

No oían a los cubanos que nos acosaban a la salida del hotel pidiéndonos los bluyines o algún dolar. Ni a los que nos robaron el perfume en la habitación o las que ejercían la prostitución a cambio de un trago. Ni al taxista que me llevó a mi destino con la condición de que le comprara una sandalias de plástico a su esposa en una tienda «solo para turistas»,  como lo eran  los lujosos  hoteles cinco estrellas que levantó el capitalismo español en la isla y donde estaba prohibido entrar si eras cubano. Tampoco supieron de una periodista cubana que, en mi segunda visita a La Habana se nos pegó mañana tarde y noche al grupo de periodistas venezolanas – invitadas nada menos que a Una Semana de la Moda Cubana-, con el único objetivo de poder entrar en nuestras habitaciones y beberse todo lo que había en las neveritas. Y, más triste aun,  colarse día tras día en nuestro grupo para entrar al restaurante y  almorzar con nosotras. Y cuando entrevisté a las y los  modelos  que participaron en el fastuoso desfile de moda, realizado en una casa preciosa expropiada a algún millonario, me dijeron en coro que su único interés en modelar era poder salir de Cuba, todos rubios y perfectos, por cierto. Evento que culminó con una rumba extraordinaria en otra mansión también robada, donde el embargo no se sentía por ningún lado: comida y bebidas para todos en unos jardines magníficos y donde, como he contado varias veces, la hoy poderosa Desirée Santos – entonces reportera de la Cadena Capriles- casi fue llevada a la cárcel porque nos impidieron sentarnos  en una mesa que estaba vacía, a lo que ella replicó. «¿Cómo que está reservada? Y esto no es una revolución, donde todos somos iguales?». Mas vale que no. Al segundo estaba rodeada por unos agentes enormes, musculosos, uno de los cuales le gritaba que esa sí era una revolución mientras Desiree lloraba a mares ante semejante agresión. Solo la insistencia de todas las venezolanas para que la dejaran en libertad, permitió que  Desiree saliera  de aquel trance y lo único que dijo después fue: «Pasarme esto a mí que soy de izquierda…por qué no le pasó a fulanita?», una del grupo que detestaba a los Castro y sus malas mañas.

La tercera y última vez, durante el Festival de Cine de La Habana, Fidel Castro se apersonó en la fiesta de despedida, en el Palacio de La Revolución,  donde obsequiaban hasta langosta. Una puesta en escena que se inició como un rumor «Fidel viene, Fidel viene», como si se tratara de la aparición de San Miguel Arcangel, asunto que culminó con el susodicho acompañado de Gabriel García Marquez y con varios anillos de seguridad alrededor, todos abriéndose paso entre aquella multitud histérica  por verlo de cerca y retratarse con el.  Luego de retiraron a una sala  donde solo dejaban entrar uno a uno a quienes iban llamando por su nombre y pasaban puertas adentro  como quien visita el Olimpo.

Habrán transcurrido diez años entre mi primera  visita y el resto, diez años donde Cuba era vista como la gran víctima del imperialismo yanqui y la izquierda exquisita latinoamericana la percibíamos como un foco de resistencia ante los poderosos, la clásica historieta de David contra Goliath aliñada con la Trova cubana y divulgada por la magnifica buena prensa que tanto bien le hizo a Fidel y los suyos. Un aparataje de propaganda dirigido a mantener la leyenda del puñado de  guerrilleros  que bajó de la Sierra Maestra para, a balazo limpio, destituir a un dictador sanguinario. Fusilaron, expropiaron, expulsaron a más de medio país de su suelo, apresaron a poetas y disidentes, levantaron un campo de concentración para los enfermos de Sida y los homosexuales, pero la buena imagen  seguía incólume mientras, como todos, como siempre, Fidel y su entorno gozaban de  los privilegios prohibidos para «su pueblo» -ya vimos las fotos de uno de sus nietos mostrando su yate en Instagram-, como eso de comer tres veces al día o tener un trabajo productivo que les permitiera adquirir lo que les diera la gana.

Hasta que finalmente la miseria les jugó una mala pasada y desde entonces ya no hay afiche ni consignas vacías que destruyan las dolorosas  imágenes de miles de cubanos famélicos, pobres y furiosos, protestando en ciudades donde solo se observa ruina y destrucción, mientras el dictador designado hace exactamente lo que han hecho todos: Reprimir, asesinar, encarcelar porque, como dijo alguna vez Henry Kissinger sobre el caso  de Vietnam: «La lógica de la guerrilla no es la una guerra entre ejércitos. No depende de las bajas: al contrario, los muertos la alimentan políticamente. Los norvietnamitas ganaron a pesar de perder medio millón de hombres y la cifra de muertos alcanzó los dos millones…los comunistas no tienen ningún interés en negociar y no les importa la cantidad de muertos porque les da igual lo que ocurra en el terreno. Los guerrilleros siempre ganan con tan solo evitar la derrota total».

Una vieja conseja de un experto que funciona 40 años después porque esa ideología guerrillera- antigua, desgastada, ineficiente-, solo ha logrado mantenerse sobre sus muertos, sus presos, sus desaparecidos, el terror y la miseria que ha desatado a su paso pero que, como en la película de Gutiérrez Alea, mantiene a  los responsables  encerrados  en sus bunker de lujo para no tener que  escuchar el estruendo que les gritan desde  afuera.