Mi nieta cree que los edificios bailan. Está a punto de cumplir 3 años y sus padres no han encontrado una mejor manera de explicarle los temblores. Viven en Santiago, una ciudad que ya ha incorporado los terremotos a sus rutinas. Su sentido de la alarma es distinto. El movimiento de la tierra no es ya una emergencia inesperada. La frecuencia ha domesticado sus sustos. Ven los edificios balanceándose de un lado a otro y piensan en una cumbia.
Esta semana pasé varios días en la capital chilena. Estaba invitado por el Festival Internacional de Literatura (FILBA) que se realiza de manera simultánea en Buenos Aires, Santiago y Montevideo. Se trata de una extraordinaria iniciativa, organizada por una fundación sin fines de lucro, que ya lleva siete ediciones promoviendo la literatura, creando espacios y experiencias ciudadanas ligadas a la lectura, a la fiesta de las palabras. Después de aterrizar, y ya en un taxi camino al hotel, el chofer me advirtió que el clima estaba bien pero que había “muchas réplicas”. Después de un terremoto de una magnitud razonable, un leve estremecimiento se mantiene repicando entre las calles. La ciudad pasa días viviendo entre el eco de un temblor.
Pero no sentí nada. No vi bailar ningún edificio. El único movimiento que me sacudió no vino del fondo de la tierra sino de la superficie, de un barrio situado en el borde de la ciudad. Al igual que en otras ferias, también aquí habían organizado un evento que pone en contacto a un escritor extranjero con alguna comunidad estudiantil de menores recursos o más vulnerable, como acotan algunos sociólogos, siempre pretendiendo no referirse a la pobreza por su nombre. En general, este tipo de experiencias suelen ser extraordinarias y cada vez más frecuentes en los encuentros literarios. En Guadalajara se llaman “Ecos de la FIL”, en Medellín el programa se conoce con el lema “Adopta a un autor”. Y la idea más o menos es similar: un grupo de estudiantes pasa un tiempo leyendo alguna obra de un escritor y, luego, tiene la oportunidad de conversar con él. En Chile el proyecto se llama “Diálogos en movimiento”. Comenzó hace 3 años con 8 eventos. Para 2015 ya llevan más de 80 experiencias de este tipo. El martes en la tarde estuve en la Biblioteca de la Escuela Bicentenaria Francisco Bilbao, en el barrio de Quilicura. Casi siempre, todas estas sesiones cuentan con una heroína sencilla, con más proezas que pompa. Esta vez se llamó Aylin. Una maestra fuera de serie, empeñada en contagiar la lectura a sus alumnos. “No pueden salir de aquí sin haberse leído El Quijote”, me dijo.
Nos sentamos todos en la biblioteca. Los alumnos me miraban tratando de disimular su curiosidad. Íbamos a hablar de libros. Pero ellos quisieron empezar preguntando por Venezuela.
Eran jóvenes que aún no entraban en el ciclo diversificado. Muchachas y muchachos, con uniforme gris y miradas curiosas. Y tenían muchas preguntas sobre el país, sobre Chávez, sobre Maduro… Más que haber leído, habían oído y visto. Su conexión con nosotros eran las noticias. El escándalo de las noticias. Y todo les resultaba raro, extraño, confuso. Había en ellos un asombro, una perplejidad ante las informaciones. En un momento, tuve una rara sensación: estaba rodeado de adolescentes chilenos que estrujaban sus dudas a partir de imágenes y situaciones que tal vez para nosotros ya eran normales. Ya no nos impactaban. Ya no producían ni sorpresa, ni indignación, ni alarma, ni rabia. ¿Cómo reaccionar, en medio de esta crisis, cuando Tareck el Aissami dice: “La revolución es la salvación de la humanidad”?
Media hora después, ya hablábamos de libros, de Miguel de Cervantes que vendrá pronto a Quilicura. Pero cuando ya yo iba de regreso, y me dirigía a visitar a mi nieta que cree que los edificios bailan, no podía dejar de pensar en nosotros, en nuestras “réplicas”, en las emergencias naturales que tenemos. ¿A qué sismos nos hemos ido acostumbrando?