Maduro, ¿dónde está mi birra?

El cierre de campaña electoral del Gobierno, antes de las elecciones legislativas, se realizó en una Avenida Bolívar que ni de lejos simuló aquellos llenazos de rockstar que metía Hugo Chávez Frías.

Obviamente, esto no significa que los candidatos oficialistas perderán o que la oposición arrasará. La única certeza que nos deja el recorrido por estas calles, otrora rojas-rojitas, es el contraste del guaguancó de los asistentes con la visión apocalíptica de muchos sectores de la oposición.

Me bajé en la estación Bellas Artes con la intención de conseguir una cerveza fría. Hacía calor y la chaqueta roja aumentaba el sofocón. La envidia me invadió al pasar el torniquete del Metro: el coro, que respondía “¡El gobierno bolivariano!” a cada pregunta que dirigía un maestro de ceremonia, intercambiaba un ron con hielo y soda para iniciar la marcha.

–¿Quién dio viviendas? –preguntaba el líder.

–¡El gobierno bolivariano! –respondían todos.

–¿Quién creó las misiones?

–¡El gobierno bolivariano!

Un vendedor de galletas Oreo quiso aprovechar el momento.

–¡A doscientos, a doscientos!

–¡Bachaquero! –gritó uno de la fila y la carcajada fue grupal.

–No, en serio, marico, tengo que bachaquear mañana, no tengo papel toalé – añadió el gordito, que nos recordó a Pedroso, en un tono más reflexivo.

Las estaciones

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Enfilé hacia la Avenida Bolívar y me topé con una señora que recitaba versos de una canción de protesta. Se ayudaba de una chuleta pegada al atril. Un grupito de bomberos, identificados con sus uniformes del Distrito Capital, hacían el coro. No se sabían la letra, pero al menos se movían en un compás rítmico aceptable, blandiendo unos carteles que invitaban a votar por el legado de Chávez. Para pasar esta primera estación, debías ser chequeado. Allí vi la primera cerveza y se me iluminaron los ojos.

–¿Pana y esas birrras? –pregunté a un par de afortunados.

–Las  traemos del trabajo

–Pero no las pueden pasar –saltó la voz de un Guardia del Pueblo que, apurándolo mucho, debía rondar los 18 años.

Los dos chamos se las zamparon en sendos trancazos y mi garganta soltó una lágrima que bajó por el esófago.

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Me sorprendió lo fluido del camino. Cualquiera podía recorrerlo sin atorarse. Las aceras o el centro de la avenida no eran embudos. Rápidamente se diferenciaban las logias que formaban ruedas para bailar o compartir un traguito de sangría, la bebida que dominó el mercado de esta tarde.

En la segunda estación encontramos un proyecto de Chino y Nacho. La cosa se ponía sabrosa. No escuchamos el nombre de la agrupación, pero el ritmo era bien de pinga.La canción nos decía que debíamos votar por Chávez y mientras el vocalista, con sus respectivos lentes negros y pinta de cantante de HTV, hacía su baile sensual, su partner levantaba la Constitución que tanto le gustaba mostrar al Presidente en el programa matinal. El segundo tema se divorciaba del anterior. Era un merenguetón. “Esta ustedes sí se la saben”, gritó el aspirante a reguetonero. Falló en su pronóstico. Nadie le seguía, pero al menos la bailaban. Me sentí tentado a sacar a una morena que se movía como la del comercial de Burguer King. Realmente provocaba quedarse en esta parada. Buena música, niñas bellas y con paciencia y confianza, no tardaría en aparecer un samaritano, bebida en mano. Vencí la tentación, no obstante. Había que cumplir la meta: llegar hasta donde Nicolás Maduro daría su alocución.

La Orquesta Penitenciaria

 

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¿Qué es lo que escuchan mis oídos? El timbal era inconfundible. Se olía una salsa cabilla y apuramos el paso. El contraste con el grupo anterior era obvio. De los dos chamitos pasamos a dos veteranos, curtidos en el arte de poner a bailar a un cojo, como diría el maestro Ismael Rivera. “La próxima canción es para los que le gusta hablar mucho, como los políticos”, dijo el cantante. Su compañero captó rápidamente la caída y aclaró: “De la oposición”.

 

Lalalalalalala 

Lalalalalalala
Lalalalalalala…
La Lengua… 

En este mundo 

Hay una cosa muy mala 

Que mala es, que mala es, 

Que mala es, ¿Qué cosa?… 

… ¡La lengua!

Podía dejar pasar que no apareciera el panita con la cava y las cervezas, pero fue imposible cerrar los oídos a la pieza que inmortalizó el maestro Adalberto Santiago junto a Willie Rodríguez and His Orchestra. Me amarré la chaqueta a la cintura y vente pa acá mi negra que tú eres la tal. Al terminar la pieza, me disculpé por mi retirada y seguí la carrera. ¡Mentira! Antes pregunté cómo se llamaba la banda y me respondieron: “Chamo, yo escuché y que la Orquesta Penitenciaria”.

Llegó el Presidente

Los tolditos donde se repartían los sánduches no se saturaban. Apenas necesitabas hacer unas colitas de tres o cuatro personas y te daban tu ración. Además del pan con jamón y queso, podías coronar una fruta. El agua era otro beta. Muchos acudían a  los vendedores de Nestea: 120 bolos la versión pequeña. Cada expendedor mostraba su respectivo cochinito que me negué a alimentar.

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Pasamos dos alcabalas que no prometían mucho. En una vimos al típico animador de fiestas de discotecas que grita, sin vergüenza: “¿Dónde están los magallaneros, los caraquistas y los chavistas?”. En la otra sonaba una gaita. De todos los géneros musicales, incluido algo que parecía una tímida manifestación de tambores, fue el de menos apoyo. Y eso que ya pisamos diciembre.

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Abandoné la avenida para ver si mis ansiados cerveceros caían por los costados, como los ataques del Barcelona. Nada. Ni una notica. A cambio, con 600 bolos te vendían una bebida de frutas con alcohol, envasada en una botella de aguardiente San Tomé. Di las gracias y continué en mi búsqueda. De repente, se escuchó el grito: ¡Ahí viene Maduro!

Lo que parecía un bluff, fue real. A escasos dos metros y pasaditas las cuatro de la tarde, pasó un robusto. No. Robusto no, un fuertecito… No. Digamos un muy bien alimentado Nicolás Maduro, con una bonita chaqueta tricolor. Le acompaña la primera combatiente, ensombrerada. Por un momento pensé en los Kennedy, en los Onasis y los carnavales de Maturín; todo en uno como si fuera una escena de David Lynch.

Que Maduro no es Chávez lo sabe hasta Oliver Stone. Pero les diré algo, el Presidente Obrero tiene sus fans. Niños, mujeres y sobre todo adolescentes corrieron detrás de él como si fuera Miguel Cabrera. Existe un cariño natural y las manifestaciones son espontáneas, no obligadas como quisieran creer las doñas y doños de El Cafetal.

Me llamó la atención, eso sí,  los pocos agentes de seguridad que les resguardaban. El número era muy inferior a los Mr. Smithses de The Matrix, versión cubana, presentes en los últimos años de Chávez. Otra sorpresa: siguiendo el rastro de la caravana, me topé con la tarima principal. Inmediatamente reconocí dos olores: Anís y guarapita. A mi derecha, un grupo de profesores (al menos eso me dijeron que eran), tomaban el licor que nos ayudó a enamorarnos, despecharnos u olvidarnos de los problemas de acné en el liceo. “Los poetas también beben anís”, explicaba el mayor.

Detrás, unos treintañeros que trabajaban en el Ministerio de Vivienda le metían al licor de parchita, imperdible si alguna vez van a Choroní. Valga la cuña mesma. A todas estas, ya había renunciado a mi esperanza. La espumosa -pensé- se ha marchado para no volver, como gritaba La Pausini.

Los discursos

Un merengue trancao dio la bienvenida a Maduro. Pensé que del fondo saldrían Wilfrido Vargas y Rubby Pérez cantando: “Soy un hombre divertido”. Me equivoqué. Fue Omar Enrique.

Vive tu vida /dale alegría/ escucha bien lo que te estoy diciendo,

no más barreras al sentimiento.

 Chavez corazón del pueblo… 

Maduro intentó hacer el salto que inmortalizó “su padre”, pero qué va. Ya sea por el cansancio, el peso o lo que fuere, no aguantó más de tres brinquitos. De fondo se escuchaba la voz carrasposa de Darío Vivas. Qué hubiera dado yo por hacerle llegar al pobre un Halls (aquí está tu Mentho-Lyptus).  El dirigente fue desgañitándose, con más gallos que una ilustración de Cantaclaro. Después de tan emocionante y pachangosa entrada, se le dio espacio a los candidatos menos conocidos.

Chávez, Chávez y más Chávez.

Víctor Clark: Fue anunciado como el candidato más joven. Buena dicción y una gran capacidad para encadenar verbos y adjetivos. Hay un prospecto aquí, al menos desde el punto de vista del discurso. Muy académico para el público presente.

Aloha Núñez. La indígena. Fue la más aplaudida por usar un “carajo” en su desordenada verborrea. Empezó débil, pero terminó encendida. Si juega dominó, yo la quiero en mi equipo. Me gustó su batola del PSUV.

Nora Delgado. La negrita de Barlovento. Se inventó un grito de guerra pegajoso. Tiene pinta de que la parte bailando tambores. Recordó que debía salir con “tres guantes” a pelear. Uno por ser mujer, otro por negra y el tercero por pobre.

Luego desfilaron otros rostros conocidos, como Elías Jaua y Ernesto Villegas. Lo sorprendente fue que estos dos últimos insistieron en la idea del “cuidaíto y nos traicionan”. No lo dijeron tal cual, pero se entendió la idea, mucho más que cuando intervinieron sus antecesores. Una y otra vez advirtieron sobre los peligros que corría la gobernabilidad con la posibilidad de confiarse y no seguir el mandamiento de Chávez: votar por los candidatos del proceso. Esta idea fue machacada hasta el cansancio. Que si Chávez nos está viendo; que el triunfo de estos rostros este es el deseo de Chávez; que hay que regalarle la victoria perfecta a Chávez. Si estuviera presente alguna autoridad del libro de Récord Guiness, certificaba una nueva marca con la cantidad de veces que se usó el apellido del fallecido líder venezolano. Entonces, antes de darle la palabra a Maduro, apareció el momento Forrest Gump.

No se escuchaaaa

Si no fuera porque tenemos la seguridad de que está vivo, nos hubiera asustado la espectral figura de José Vicente, que gesticulaba sin producir ruido alguno. “Está muy viejito”, decía una señora que me respiraba en la patica de la oreja. Como en aquella escena de Forrest Gump, en la que Tom Hanks da un discurso en una manifestación antibelicista, vestido de militar, era imposible entender de qué iban las palabras del padrino intelectual de esta Revolución. Las culpas, al parecer, se repartían entre los problemas de sonido y su bajo tono de voz.

“¡No se escucha!”, gritaba el señor que iba por su enésimo shot de guarapita. Fue el momento para revisar el celular, soltar el cuerpo y empezar la huida. Sabiendo que Nico-Nico-Nicolaj tomaría su turno, quise comprobar cuántas personas se quedarían para escucharlo. Fue entonces cuando entendí la utilidad estratégica de las estaciones visitadas.

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A lo largo, en las tomas de televisión podía verse mucha gente, desde la tarima principal donde daban el discurso los políticos hasta la estación Bellas Artes. Sin embargo, realmente existían muchos baches entre las diferentes agrupaciones. Eso generaba grandes claros que podían reflejarse con tomas cenitales. No era una masa uniforme. Los grupos, como si fuera una orden militar, permanecían en cada una de las estaciones donde alguna vez hubo música. A medida que te alejabas de la escena principal, notabas que pocos le daban importancia a las palabras que salían por los altavoces. Y una gran cantidad de posibles votantes retornaba al Metro para regresar a sus hogares o, tal vez, para continuar la rumba en otro lado.

Realizando ese recorrido conseguí un agua mineral Minalba, desaparecida hace tiempo del mercado, en 100 bolívares. Estampado en la botella, no obstante, podía leerse: “Precio justo + iba= Bs. 17,20″. De los nuevos edificios, construidos por orden de Chávez al lado del Metro Bellas Artes, vi salir a una chica con una cerveza. Le pregunté que dónde la había comprado. “Ahí”, me dijo, señalando con la boca. No era una licorería, un abasto o una quincalla, la que proveía el tan preciado líquido. ¡Era una peluquería! Un estilista había olido el negocio. Y cada botella de Regional light la transformó en un vasito de 100 bolívares fuertes.

Me tomé dos en cinco minutos antes de dirigirme a redactar esta nota. Le pregunté al moreno cuánto había tardado en salir de toda la caja. “Un ratico”, sonrió.

Vainas típicas del capitalismo salvaje.

El Estímulo