Hace 78 años los militares nazis juzgados por su responsabilidad en el Holocausto fueron ejecutados en la horca. Los mensajes obtusos, repletos de ceguera y odio que expresaron antes de su final. El juicio realizado en Alemania mostró diferencias entre las potencias que derrotaron en Hitler en la Segunda Guerra Mundial
Por Matías Bauso/INFOBAE
En los días posteriores al final de la Segunda Guerra Mundial, Hannah Arendt entrevistó a un comandante nazi que había tenido un alto cargo en Majdanek (un campo de concentración situado en Polonia) y había reconocido haber gaseado prisioneros y haber ordenado enterrar otros con vida.
“¿Usted se da cuenta de que los rusos lo van a condenar a muerte?”, preguntó Arendt.
“¿Por qué? ¿Yo qué hice?”, respondió, azorado, el nazi.
En los días finales de la Segunda Guerra Mundial, una de las tantas preocupaciones que ocupaban a los líderes aliados era qué hacer con los jerarcas nazis. Hitler con la pastilla de cianuro les solucionó un problema. Pero quedaban muchos más. Primero hubo que capturarlos y reconocerlos, porque muchos se camuflaban bajo identidades falsas. Después tenerlos detenidos hasta que decidieran qué hacer.
Hoy el Juicio de Nuremberg es visto como un mojón obvio de la victoria aliada. Pero en los convulsionados días de 1945 no fue así. Había distintas posturas entre los aliados. Contrariamente a lo que se podría suponer, Churchill era el más duro. Proponía ejecución sumaria: debían ser juzgados y fusilados en un plazo no mayor al de seis horas. Stalin abogaba por un juicio, para que se difundiera el plan sistemático nazi y que de ese modo, la opinión pública mundial tomara dimensión de lo que había ocurrido. Roosevelt lo apoyó.
Lograron ponerse de acuerdo en el juzgamiento a las principales figuras supervivientes del régimen. Pero todavía debían definir quiénes estarían ante el tribunal, dónde sería, quién llevaría adelante la acusación y dónde alojarían a los que no fueran condenados a muerte. El juicio, con un tribunal integrado por jueces franceses, norteamericanos, británicos y soviéticos, se celebró en Núremberg, la ciudad que había sido sede de las gigantescas concentraciones nazis. Los jueces de Núremberg juzgaron a los que se consideraban en ese entonces los 24 nazis de mayor influencia que habían sobrevivido a la caída.
El juicio estuvo rodeado de polémica. Los crímenes que juzgaba, de tan atroces, no habían sido imaginados por el legislador hasta entonces. La extensión de los mismos y la circunstancia de la guerra hacían también que se debiera solucionar el problema de la jurisdicción. Núremberg además de juzgar a los 24 que en ese momento estaban en el banquillo, sirvió para que se sentaran las bases jurídicas ante este nuevo crimen masivo e inhumano: el genocidio.
El principal acusador, el jefe de los fiscales, fue el norteamericano Robert Houghwout Jackson. Era un hombre severo, algo afectado, muy elegante: nudo de la corbata impecable, reloj colgando con cadenita de oro, pañuelo en el bolsillo superior del saco.
“Lo que presentamos contra los acusados se refiere al plan general nazi. El trabajo preliminar tiene que ser muy arduo y constituir una historia bien documentada de lo que estamos convencidos que era un gigantesco plan coordinado para instigar a la comisión de agresiones y barbaridades que han conmocionado al mundo” escribió Jackson en un informe al presidente Truman. Pero antes de la estrategia jurídica, debió lidiar con los problemas políticos y organizativos. Las cuatro potencias debían ponerse de acuerdo, cada una tendría su fiscal. Pero fue él quien se puso a la cabeza del trabajo. Los soviéticos tenían sus propias ideas y por lo general obstaculizaban el avance de los preparativos. Las peleas permanentes hicieron que Jackson considerara renunciar varias veces.
El fiscal no era un improvisado ni en casos grandes ni en lidiar con tensiones políticas. Entre otras cosas había sido el Procurador General de Roosevelt, y él mismo construía aspiraciones presidenciales. La repercusión de lo que sucediera en Núremberg, pensaba, podía ser el espaldarazo definitivo. Fue también integrante de la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos. Se lo considera uno de los que mejor escribieron y transmitieron sus ideas a través de los fallos (ese cargo en el tribunal superior muestra una peculiaridad que hoy parece imposible que haya ocurrido: Jackson fue el último juez en ocupar un lugar en la corte sin ser abogado).
Jackson tenía un equipo enorme con el que trabajaba. Especialistas en derecho penal, en derecho internacional, investigadores, historiadores, soldados que archivaban los expedientes y catalogaban la información, políticas que coordinaban estrategias y negociaban con las otras potencias acusadoras. El fiscal norteamericano no se dedicaba sólo a la estrategia jurídica. Si quería llegar a algún resultado provechoso, que el juicio avanzara y que su trabajo tuviera las consecuencias deseadas, tuvo que estar atento a la coyuntura política y resistir presiones del poder y del entorno en los albores de la Guerra Fría.
La presentación inicial de Jackson en Núremberg se convirtió en una pieza oratoria icónica que sobrevivió a las contiendas del juicio y son las que ofician como resumen del mismo: “Que estas cuatro naciones, eufóricas por la victoria y laceradas por la afrenta, refrenen su venganza y entreguen voluntariamente a sus enemigos capturados, para ser juzgados por la ley es uno de los homenajes más significativos que el Poder haya dedicado alguna vez a la razón”, dijo.
Otra idea de Jackson, que luego fue retomada por otros fiscales como Julio César Strassera, fue la del privilegio de estar al frente de la acusación: “El privilegio de inaugurar el primer juicio de la historia por los crímenes contra la paz del mundo impone una gran responsabilidad”, dijo Jackson. Los líderes nazis, en muy pocos días, pasaron del lujo y la comodidad, a un confinamiento absoluto, interrogatorios severos, mínimo de ropa, comida y medicamentos. Los invadió el estupor, la vergüenza y el temor. Alguno preguntó: “¿Por qué no se limitan a matarnos?”.
El comienzo de las sesiones fue el 20 de noviembre de 1945. El 1 de octubre de 1946 se dictó la sentencia y se conocieron las penas. Durante el proceso poco hubo de verdad y de arrepentimiento por parte de los acusados. Y mucho de amnesia y negación. Ninguno recordaba los hechos fundamentales. Todos se consideraban inocentes. Sin embargo, sus expectativas de sobrevivir eran escasas. Un mínimo de sentido de realidad todavía los acompañaba. Aunque no era así en todos los casos.
Doce de los acusados fueron condenados a muerte y ejecutados tras el proceso. Tres fueron absueltos (Hjalmar Schacht, Franz Von Papen y Hans Fritzche) y siete penados con prisión. Uno fue juzgado en ausencia y otro declarado inimputable. Los siete condenados a largas penas de prisión fueron los habitantes de la severa cárcel de Spandau. Tres a cadena perpetua: Rudolf Hess, Erich Raeder (Comandante en Jefe de la Marina) y Walter Funk (Ministro de Economía y presidente del Reischbank).
A Konstantin Von Neurath (Ministro de exteriores y a cargo de Bohemia y Moravia) le dieron 15 años; como tenía 73 años se interpretó que era otro de los que moriría preso. Albert Speer (Ministro de Armamento, arquitecto del Führer y diarista minucioso en Spandau), con su afectado –¿o fingido?- arrepentimiento, logró escapar de la horca y obtuvo una pena de 20 años. Baldur Von Schirach (líder de las Juventudes Hitlerianas y gobernador de Viena) también recibió dos décadas. Y Karl Dönitz (Comandante de la Marina y sucesor de Hitler al mando del estado alemán -creyó serlo hasta el final de sus días-) recibió la pena más benévola: 10 años.
La vida en Spandau no era fácil. Los soviéticos ganaron la pulseada e impusieron condiciones de detención muy rígidas. Deseaban que la estadía en esa cárcel fuera lo más dura posible. Una carta por mes, una visita cada tres meses, un régimen alimenticio demasiado frugal, incomunicación casi total entre ellos. Los soviéticos hablaban de reciprocidad: aplicaban el severo estatuto penitenciario alemán de 1943.
Si bien cada país tenía poder de veto en las grandes decisiones, mes a mes la situación cambiaba dado que la administración de Spandau rotaba cada 30 días. Así durante tres meses (salteados) por año soviéticos, norteamericanos, ingleses y franceses tenían el poder en la cárcel. Spandau fue la última empresa de manejo conjunto que les quedó a los Aliados luego del divorcio producido después de la Segunda Guerra Mundial. El último bien ganancial de los Aliados. Casi el único punto de contacto de las potencias a lo largo de la Guerra Fría.
La posición estratégica en esa Alemania dividida de posguerra y la importancia de los detenidos hacían que nadie quisiera perder su sitial en las decisiones de la cuestión. Si los rusos eran los que peores condiciones les querían imponer a los detenidos, los ingleses eran los que pedían mayor flexibilidad y humanidad en el trato. Esto no deja de tener un costado contradictorio ya que Churchill fue el más férreo opositor a los juicios de Núremberg.
Al entrar en Spandau, cada recluso recibió un número de identificación. Del 1 al 7. Premonitoriamente a Hess le otorgaron el 7. Como si alguna fuerza superior hubiera sabido que él sería el último en salir. El que perpetuaría por 20 años, hasta el límite del ridículo, esa cárcel de un hombre solo. Los doce jerarcas nazis que fueron condenados a muerte encontraron su final en la horca. Se discutió como llevar a cabo las ejecuciones. El otro problema que se debatió fue el destino de los cuerpos luego de ahorcarlos. Los aliados se opusieron a entregárselos a los familiares. Temían que sus tumbas fueron lugares de peregrinación para las generaciones futuras. Se decidió cremarlos y arrojar las cenizas al río Isar. Quince días después del veredicto condenatorio se ahorcó a 10 de ellos.
Martin Bormann fue juzgado en ausencia. Durante décadas se lo creyó fugado, muchos dijeron haberlo visto en Argentina y se suponía que dirigía una red secreta. Había quienes sostenían que había muerto en la caída de Berlín, en esos días finales del régimen. Estudios forenses de restos encontrados en el lugar determinaron en los últimos años que Bormann había fallecido en Berlín en 1945.
Hermann Göring se suicidó en su celda la noche anterior a ser ejecutado. Jamás se supo cómo ingresó el cianuro a la prisión. Dejó una carta en la afirmaba haber sido el dueño de su propio destino. El 16 de octubre de 1946 fueron de a uno saliendo de su celda para ajustarse el nudo corredizo a su cuello. La mayoría obvió el arrepentimiento. Todos, a excepción de Alfred Rosenberg, dijeron en el patíbulo sus últimas palabras.
Esas últimas palabras las dedicaron a Alemania, a una Alemania que ya nunca sería como ellos pretendían. No demostraron arrepentimiento alguno. Tampoco reconocieron sus crímenes. La infamia los acompañó hasta en su último acto.
Cada uno a su turno dijo:
Joachim Von Ribbentrop, ex ministro de relaciones exteriores: “Dios proteja a Alemania. Un último deseo es que Alemania tenga su propia identidad y que llegue a haber entendimiento entre el Este y el Oeste. Le deseo paz al mundo”.
Wilhelm Keitel, ex comandante del ejército alemán: “Pido al Dios Todopoderoso que tenga misericordia con el pueblo alemán. Más de dos millones de soldados alemanes murieron por la patria antes de mí, yo sigo ahora a mis hijos. ¡Todo por Alemania!”.
Ernst Kaltenbrunner, ex comandante de los campos de exterminio: “He amado a mi gente alemana y a mi patria con todo mi corazón. He hecho mis deberes bajo la ley de mi gente y lamento mucho por ellos que fueron envueltos en este tiempo sin ser soldados y asesinados en crímenes de los cuales no he tenido conocimiento. Buena suerte Alemania”.
Hans Frank, ex gobernador general de Polonia: “Agradezco por el trato recibido durante mi cautiverio y le pido a Dios que me reciba con su misericordia”.
Wilhelm Frick, ex ministro del interior: “¡Larga vida para Alemania!”.
Julius Streicher, ex director del periódico antisemita Der Stürmer: “¡Heil Hitler! Los bolcheviques le harán esto a ustedes dentro de un tiempo (a sus carceleros). Adele, mi querida esposa”.
Fritz Sauckel, ex director del programa de trabajo esclavo: “Muero inocente. La sentencia es equivocada. Dios proteja a Alemania y que la haga grande de nuevo. ¡Larga vida a Alemania! Dios proteja a mi familia”.
Alfred Jodl, ex comandante del ejército del Este: “Mis saludos para ti, Alemania”.
Arthur Seyss-Inquart, ex director del Reichsbank: “Espero que esta ejecución sea el último acto de tragedia de la Segunda Guerra Mundial. Y que la lección que se tome de esta guerra, traiga paz y entendimiento entre los pueblos. Creo en Alemania”.
Todos fueron mensajes obtusos, repletos de ceguera y odio. No quisieron reconocer ni arrepentirse del horror que habían desatado.