Cómo las jóvenes Irma Grese y María Mandel se convirtieron en guardias de los campos de exterminio, donde su único credo fue el sadismo
El 13 de diciembre de 1945, en el silencio de la sombría prisión alemana de Hamelín y ante pocos testigos, un seco «crac» anunció que la soga había quebrado el cuello de Irma Grese, 22 años, nazi, criminal de guerra.
El 24 de enero de 1948, en el silencio de la sombría prisión de Montelupich, Cracovia, y ante pocos testigos, un seco «crac» anunció que la soga había quebrado el cuello de María Mandel, 36 años, nazi, criminal de guerra.
Quiénes eran y por qué las condenaron a muerte es un capítulo tan monstruoso como poco conocido de los campos de exterminio y la Shoá: el Holocausto.
Irma Ilse Ida Grese nació el pequeña villa de Wrechen el 7 de octubre de 1923. Familia humilde. Escasa instrucción: terminó la escuela elemental recién a los 15 años, y dos después de la prematura muerte de su madre, que dejó huérfanos a cuatro hijos.
Obligada –había que alimentar a esos hermanos…–, trabajó en lo que pudo: jornalera en una granja, vendedora de tienda, limpiadora en un hospital, obrera en un tambo… En el hospital de Hohenlunchen intentó dejar trapo y balde y pasar a enfermera, pero la Oficina de Trabajo le negó la chance.
Volvió a la carga en 1942, pero a pesar de sus protestas, la misma oficina la mandó al campo de concentración de Ravensbrück como auxiliar del cuerpo femenino de las SS, la organización criminal de élite creada por Adolf Hitler y Heinrich Himmler.
Se miró en el espejo. Nunca más ordeñaría una vaca al alba pisando barro y bosta… y el uniforme de las SS Helfserin le quedaba muy bien, a pesar de su posición de baja categoría en la estructura del campo: las mujeres de ese cuerpo auxiliar no podían llevar armas ni darle órdenes a varón alguno, así fuera soldado raso.
La mayoría de ellas eran campesinas, parientes de soldados muertos o heridos en combate, y su trabajo era la reubicación forzosa de civiles: los prisioneros hacinados en inmundas barracas, que más tarde o más temprano morirían fusilados o en las cámaras de gas. En cuanto al campo de Ravensbrück, era la usina madre donde se adiestraba a esas futuras torturadoras y criminales.
Salieron de allí, listas para ejercer sus tétricas tareas, más de tres mil quinientas encargadas y supervisoras: entre ellas, Ilse Koch a Buchenwald, Hildegard Neumann a Theresienstadt, María Mandel a Birkenau…, y cuatro meses más tarde, Irma a la nave madre del Infierno: Auschwitz II–Birkenau.
Irma tiene entonces, en 1942, apenas 19 años: la más joven del campo. Su primer trabajo: telefonista. Escasa paga: 54 marcos por mes, cuando el soldado raso, el último de la escala, ganaba 90.
Un error en su tarea le cuesta un castigo: dos días al frente de un grupo de trabajo que cargaba piedras en una cantera y las llevaba a las entrañas de aquella galería de horrores, seguramente para construir más barracas y cámaras de gas.
Conoce allí –y empieza a colaborar con él– a Josef Mengele, médico, capitán SS, y un espantoso doctor Frankestein de la vida real empeñado en urdir experimentos sobre seres humanos para producir, por medio de injertos, purificación de sangres y otras atrocidades, una raza superior más allá de la aria: el Superhombre del Tercer Reich que reinaría un milenio… y que se derrumbó en poco más que dos mil cien días.
Lo llaman El Ángel de la Muerte.
También, El Coleccionista de Ojos Azules.
Los que arranca de los judíos, gitanos, inválidos, homosexuales, luego de ser asesinados, o los de otro color que su monstruosa alquimia tiñe de azul…
A su lado, Irma se transfigura. De aquella adolescente huérfana, campesina, tendera, limpiadora de pisos y enfermera frustrada emerge un demonio, una diablesa rubia que al principio domina a las prisioneras, las golpea y azota después –un goce diferente, sensual, perverso–, y que muchas veces culmina en abuso sexual.
Su satanás interno queda oculto detrás de su aspecto. Uniforme como recién estrenado. Botas altas con brillo de acero pulido. Su pelo peinado con precisión milimétrica. Su perfume de agua de rosas, contraste del hedor a mugre y a muerte que el viento no alcanza a llevarse.
Eso, y su látigo de celofán que alguien trenza para ella. Cientos de diminutas tiras que al golpear un cuerpo humano abren pequeños arroyos de sangre…
Le encanta –su maldad crece y se perfecciona– dar el discurso de bienvenida a las nuevas víctimas. Que al principio la confunden con un ángel, y así la llaman… Desde luego, asciende. Responsable del sector C del campo, llega a reinar cruelmente sobre treinta mil prisioneras… en un miserable espacio en el que apenas caben tres mil.
Pero poco importa. Las cinco chimeneas, activas día y noche, van arrojando al aire el humo de los cuerpos quemados después de morir por bala o por gas. De ese modo, el equilibrio demográfico no se quiebra.
Es historia y leyenda que Irma dobla la apuesta día a día: siente especial placer en martirizar a las enfermas, débiles o inválidas que día a día cruzan los muros y las alambradas del campo. Sobre todo si advierte en esos cuerpos deteriorados por el hambre y las calamidades de la guerra una sombra, un pálido eco de belleza.
Rescatado por un soldado aliado luego de la caída del Tercer Reich, se lee en el diario de una prisionera: «Durante sus selecciones, el ángel rubio de Belsen (Nota: Belsen–Belsen fue su segundo campo), como la bautizó un diario, manejaba su látigo a discreción sobre todas las partes de nuestros cuerpos. Nuestras contorsiones de dolor y la sangre de perdíamos la hacían sonreír con sus dientes perfectos que parecían perlas. Con el tiempo agregó otros calvarios: lanzar sobre nosotras perros hambrientos para que nos devoraran, y torturar niños».
Liberado el campo Auschwitz II–Birkenau, en el alojamiento de Irma fueron halladas lámparas de mesa hechas con piel de judíos que ella misma mató y despellejó.
Había llegado el final. Arrestada por oficiales ingleses, el 17 de septiembre de 1945 empezó en Lünenburg el juicio contra ella y otros 44 acusados.
Frente al tribunal, con aire ausente y distraído, osciló entre la indiferencia y el desprecio. Se declaró inocente de los asesinatos, no abjuró de la ideología nazi, y en su celda, hasta el último día, entonaba cantos marciales de las SS. Nunca se probó que fuera amante del aterrador Mengele, pero es más que posible.
Entre los testimonios de la acusación, una ginecóloga judía, ex prisionera, declaró que «a Irma Grese le gustaba golpear con su látigo los pechos de las chicas más dotadas y jóvenes para que las heridas se infectaran, y después me obligaba a amputarlos… ¡sin anestesia! Del mismo modo, las forzaba a mantener relaciones sexuales con ellas, y cuando se aburría, las mandaba a los hornos crematorios después de matarlas con su pistola. Era la única mujer de su rango autorizada a portar armas».
Condenada a la horca, fue colgada en la prisión de Hamelín a las 9.34 de la mañana del 13 de diciembre de 1945. La ejecutó el legendario verdugo inglés Albert Pierrepoint (1905–1992), experto oficial de la Corona y autor de no menos de cuatrocientos ahorcamientos.
En el momento en que se abrió la puerta–trampa del patíbulo, Irma Ilse Ida Grese tenía flamantes 22 años.
Los había cumplido dos meses antes.
Al ver su cuerpo pendiendo de una soga, era difícil creer que tres años antes había querido ser enfermera. Cuidar al prójimo. Confortarlo en el dolor.
MARÍA MANDEL
«La bestia de Auschwitz», el título con el que subió al cadalso, nació el 10 de enero de 1912 en Münzkirchen, Austria del Norte, entonces parte del Imperio Austrohúngaro. A diferencia de Irma Grese, no sufrió pobreza ni orfandad. Hija y nieta de una familia de zapateros, nada faltó en su casa: el padre disponía de sólida bolsa.
Pero hacia 1929 y a sus 17 años, ya terminado el curso secundario, se enfrentó duramente con su madre. Expulsada del hogar, deambuló buscando trabajo. El primero: cocinera en Suiza. Y después, una década de lugares y empleos…, hasta 1938, año en que empezó a encontrar su destino: un curso de guarda de prisión en Lichtenburg, Sajonia, con otras cincuenta mujeres.
Un año después –1939, estallido de la Segunda Guerra Mundial– la transfieren al campo de prisioneros de Ravensbrück, no lejos de Berlín. Su primer capítulo de horror.
Es dura –a veces más que un hombre–, incansable, implacable, nazi convencida: puntaje suficiente para un ascenso fulmíneo y una llegada (1942) al corazón del monstruos: Auschwitz.
En octubre de ese año ya es Jefa de Campo.
Primera tarea: dirigir la construcción de una segunda sección, ya que las barracas, atestadas, no dan abasto para recibir decenas de vagones por día cargados de prisioneros.
Como en el caso de Irma Grese, se desatan desde las entrañas de María Mandel los demonios dormidos. La podredumbre yacente que sólo necesitaba que alguien apretara el botón de arranque.
¿Qué hace? Construye la sección de la peor y más cruel de las maneras para que el sufrimiento de los desdichados fuera aun mayor.
Por supuesto, los golpeaba. Pero su mayor placer, el desiderátum de su sadismo, era más psíquico que físico. Se paraba frente a los prisioneros esperando que alguien se atreviera a mirarla.
«Era capaz de pasar horas en esa posición», recordarían mucho después varios sobrevivientes. «El que rompía ese rito… desaparecía. Jamás volvíamos a saber de él. De la cámara de gas pasaba al horno crematorio«.
Según cálculos bastante precisos, cerca de medio millón de almas murió por órdenes directas de «la bestia». Que mientras sucedían esas matanzas, ordenaba a la banda de música del campo tocar antiguas marchas militares. Y algo más tarde organizó la primera orquesta de mujeres para tocar ante la llegada de algún jefe del Reich, y mientras seleccionaba a los prisioneros que irían a las mortales cámaras disfrazadas de duchas…
En realidad, llegó a Auschwitz bien entrenada para sembrar el espanto. En Ravensbrück había sido cómplice y parte de los horrendos experimentos médicos sobre conejos de Indias humanos con una doble misión: demostrar la inferioridad de otras razas y perfeccionar la raza aria, considerada superior en todos los órdenes.
En 1944, y ya ganadora de la Cruz al Mérito Militar de Segunda Clase, fue destinada a Mühldorf, un subcampo de ese otro infierno llamado Dachau. Pero sólo pasó allí pocos meses: en abril de 1945, inminente llegada de los aliados y caída del Reich, huyó por las montañas tratando de alcanzar Münzkirchen, su ciudad natal. Se escondió allí hasta el 10 de agosto, día en que la detuvo un comando norteamericano.
Entre rejas durante un año, en octubre de 1946 fue extraditada a Polonia, y más tarde juzgada en Cracovia y condenada a morir en la horca por crímenes contra la humanidad.
Para entonces sólo quedaban los huesos de otra mujer.
De Irma Grese, que encantó a María Mandel. Tanto, que ésta la nombró Jefa del Campamento de Judías Húngaras en Auschwitz–Birkenau, anexo del Infierno en la Tierra.
Fueron tal para cual.
Y eligieron su metamorfosis: de niñas a monstruos.
Infobae