Con el naranja de las flores de cempasúchil, la intensidad del tequila, el sabor de los manjares autóctonos y una colorida decoración, de esta manera reciben los mexicanos todos los años a sus difuntos
La conmemoración del Día de Muertos se ha convertido en una manifestación de lo que representa ser mexicano, aunque es inexacta la idea de que no le temen a la muerte. A lo que no le temen es a sus difuntos.
Los estados de Michoacán, Veracruz y Puebla, además del Distrito Federal, son algunos de los puntos fuertes de esta festividad, aunque se celebra en todo el territorio mexicano, tanto en los cementerios como en las viviendas particulares.
Como cada año en estas fechas comienzan los preparativos de uno de los días más señalados en el calendario mexicano. El 2 de noviembre se celebra la festividad del Día de Muertos. Este país tiene un concepto curioso sobre la vida y la muerte, sus tradiciones y creencias.
El Día de Muertos es “una festividad tradicional mexicana que está documentada desde tiempos prehispánicos, pero también tiene un fuerte componente de origen cristiano mediterráneo y se ha convertido en un símbolo muy importante en la entidad nacional”, señala Federico Navarrete, doctor en Estudios Mesoamericanos de la Universidad Nacional Autónoma de México (Unam).
Esta fiesta, que mezcla el dolor de la pérdida de un ser querido con la celebración de la muerte, fue declarada por la Unesco Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad en 2003. Más allá de estas raíces “se le da una gran importancia como una manifestación de lo que significa ser mexicano y de la particularidad de la cultura de este país”, enfatiza Navarrete.
“La fiesta se ha vinculado mucho con la idea, que proviene del siglo XIX, de que los mexicanos no le tienen miedo a la muerte porque celebran el Día de Muertos y eso es inexacto”, matiza. Le tienen temor a la muerte, pero lo que marca este día es que los mexicanos “no le temen a los muertos”, quieren mantener ese vínculo con sus difuntos, añade.
Los festejos comienzan en realidad desde el 31 de octubre y se prolongan hasta el 2 de noviembre.
“Existen celebraciones para diversos tipos de muertos. Hay pueblos en los que se separa la fiesta de los muertos niños y jóvenes de la fiesta de los muertos mayores. En otros casos, hay una fiesta especial para aquellos que murieron de una manera violenta o prematura, depende de las comunidades”, añade el experto.
Se considera que los parientes vienen de visita y “es una reunión con un contenido emocional muy positivo, porque es una manera de estar otra vez en compañía de las personas muertas”, señala Navarrete, autor de la novela histórica Huesos de lagartija.
Banquete para el otro mundo. Uno de los elementos centrales de esta festividad son las ofrendas de las cosas que más les gustaron a los muertos cuando estaban en vida, desde alimentos, flores y bebidas hasta cigarrillos. Todo aquello que más agradó al difunto se le presenta para que disfrute de brevemente en la visita de los vivos.
Se utilizan mucho las decoraciones con las famosas calacas de azúcar, unos cráneos pequeños ornamentados, y el papel recortado con figuras de esqueletos y calaveras.
“La introducción de las calaveras se llevó a cabo a finales del siglo XIX en los periódicos, al surgir la tradición, alrededor de estas fechas, de hacer versillos satíricos sobre la gente viva presentándola como si ya hubiera muerto”, explica Navarrete.
Una de las damas por excelencia de este día señalado es la Catrina, representante de la muerte.
Tan elegante como sombría, fue creada por artistas mexicanos para hacer una exhibición
metafórica de la alta clase social de México que prevalecía antes de la Revolución Mexicana (1910).
Figura emblemática, de silueta estilizada y adornada con flores y vestidos coloridos, la Catrina nos enseña a disfrutar de la vida ante la llegada inminente de la muerte.
Esas figuras, que se presentan en varios tamaños y se elaboran muchas con barro o yeso, también se utilizaban en México “como forma de sátira política y social, para caricaturizar a figuras públicas”, añade Navarrete. Las más famosas son las ilustradas por el grabador José Guadalupe Posada (1852-1913).
Durante la noche de los difuntos, los cementerios se llenan de vivos que agasajan a sus fallecidos. Nadie se deja llevar por la tristeza, todo es un convite, una velada, una reunión en honor a los del más allá.
Las flores, el papelillo, de color amarillo y morado, representando la unión entre la vida y la muerte; el cirio, que significa la soledad del alma; el maíz, las frutas, el agua, las fotos o la sal, para que el cuerpo no se corrompa, son algunos de los elementos que se colocan en las tumbas, junto a los fallecidos, cada año.
“Es una exhibición lo más hermosa posible para recibir al muerto”, recalca Navarrete. Las calles se tiñen de ese intenso color anaranjado, característico de la flor de cempasúchil, la cual es utilizada tradicionalmente como ofrenda en esta celebración y que solo crece en esta época del año.
En muchas comunidades existe la tradición de marcar con esa flor a los muertos el camino del cementerio a la casa y de la casa al cementerio “para que se regresen, porque la idea es que no se queden aquí para siempre”, relata el experto.
El retorno transitorio a la tierra de los seres queridos ya fallecidos es una celebración nacional desde hace siglos, pero hay una serie de destinos en este país que rescatan aún más, si es posible, los rituales tradicionales.
Desde que la fiesta de muertos se convirtió en un símbolo de la entidad nacional mexicana “fueron elegidas algunas comunidades donde los altares son particularmente bonitos”, matiza Navarrete.
Entre ellos destaca el pueblo de Pátzcuaro, en Michoacán (oeste); el pueblo de Mixquic, en el sur del Distrito Federal (centro), y el de Huaquechula, en Puebla (centro-sur), “comunidades donde la tradición es muy rica y donde la belleza de los altares resalta sobremanera”, según el profesor de la Unam.
En el caso de Pátzcuaro y Mixquic también se distinguen porque sus altares están en el lago, a la orilla del agua, y por la noche, con las velas y las flores, son espacios visualmente muy atractivos y fotogénicos, por lo que se hicieron muy famosos a nivel internacional.
Según Navarrete, en Huaquechula se hacen altares muy opulentos, a veces en la propia Iglesia y a veces en las casas, “en los que se reproducen hasta la estructura de los altares de las iglesias, de varios pisos, incluso con columnas”.
En Aguascalientes, en el centro del país, de donde era natural el caricaturista José Guadalupe Posada (1852-1913), se rinde homenaje a su creación, a la figura de la Catrina, adornada con flores y vestidos coloridos.
También en esta localidad se celebra el Festival de Calaveras. El festejo se lleva a cabo en la Isla de San Marcos. Las máscaras, la artesanía, los conciertos y las degustaciones culinarias hacen de esta celebración algo inolvidable.
El Jardín Principal de San Miguel de Allende, en Guanajuato (centro), se convierte en estas fechas en una verdadera fiesta de color con olor a incienso. La gente pasea disfrazada de calavera presentando el Festival de la Calaca, nombrado en 2014 uno de los mejores del mundo.
Xochimilco, lugar de flores, ubicado al sur de la Ciudad de México, está considerado por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad. Para el Día de Muertos adornan los arcos de sus trajineras (botes tradicionales) de hermosas flores y navegan por el lago que las rodea. Por las noches piden la tradicional calavera de casa en casa rezando un Padre Nuestro y el Ave María.
En Veracruz (este) los altares se adornan, no solo con la flor de cempasúchil, sino también con moco de pavo, alhelí y mano de león, así como con una grandísima variedad de frutas como la mandarina, guayaba, tejocotes, camote, jícama o la naranja. Pero, en opinión de Navarrete, “son más bien variaciones estéticas”.
En cualquier rincón de México se pueden encontrar los siete escalones de los cuales constan los famosos altares de muertos, que representan los siete niveles que tiene que pasar el alma de un difunto para poder descansar. “Es básicamente una ofrenda que también puede tener imágenes religiosas, porque finalmente esto es una fiesta católica”, añade el especialista.
Entre los manjares que se pueden degustar en esta época destaca el tamal, los elotes, el mole, el atole, los guisados y, como dulce típico de este festejo, el pan de muerto, elaborado con harina, levadura, azúcar, sal, huevos, mantequilla, manteca vegetal y agua. Una deliciosa receta ancestral.
EFE