Hace un año, el millonario financista acusado de abuso de menores apareció ahorcado en su celda del Metropolitan Correctional Center. Se aseguró que fue un suicidio, pero las pericias mostraron muchos puntos oscuros. El relato del prestigioso investigador que asegura que lo asesinaron. La foto clave del cuerpo que falta en el expediente
Era verano pero en una cárcel, en sus pasillos, siempre parece hacer frío. Mucho más de madrugada. Sólo se escuchaba el taconeo de los zapatos de los guardias contra el piso y el chirrido de las ruedas del carrito que llevaba las raciones para el desayuno. Tres golpes cortos y desganados contra la puerta de cada celda para avisar del arribo de la bandeja. Un año atrás, esa mañana del 10 de agosto de 2019, los guardiacárceles se dieron cuenta de que esa no sería una jornada más de trabajo. En la celda del recluso de mayor fama a su cargo algo no andaba bien.
Abrieron la puerta con dificultad, los nervios complicaron la operación rutinaria.Jeffrey Epstein, el millonario financiero acusado de múltiples abusos y de montar una red de tráfico de menores con fines sexuales, estaba arrodillado en un rincón del estrecho ambiente. Los ojos abiertos pero sin mirada. Una cuerda hecha con las sábanas naranjas del camastro apretaba su cuello. Lo poco que había en la celda estaba desordenado. Una cucheta de metal desangelada. En la cama de abajo el colchón desacomodado, un revoltijo de sábanas naranjas, prendas de presidiario del mismo color amontonadas. Lo único que mantenía armonía eran los medicamentos de Epstein. Aprovechando la ausencia de compañero, había dispuesto las decenas de frascos y blisters en la cama de arriba que oficiaba de repisa farmacéutica.
Ya no hubo silencio en ese piso del presidio. Gritos, corridas, llamados urgentes. Los guardias intentaron maniobras de resucitación. “Respirá, Epstein, respirá” fue la orden o el ruego desesperado que escucharon los otros detenidos. Se activó una alarma para avisar a los superiores. Todo ocurrió a gran velocidad.
“Epstein se ahorcó”, escucharon de nuevo los internos que alguien avisaba por un handy. Lo subieron de inmediato a una ambulancia rumbo al hospital. Nueve minutos después del hallazgo fue declarado oficialmente muerto en la sala de urgencias del New York Downtown Hospital. Una cuestión formal, sólo la confirmación científica de un hecho que había ocurrido en algún otro momento de la madrugada.
A partir de ahí, fue el momento de las suposiciones, los rumores, las teorías conspirativas.La autopsia oficial determinó que se trató de un suicidio. El hermano de Epstein expresó sus dudas; también lo hicieron las víctimas que veían que sus sueños de lograr justicia se esfumaban con esta muerte que clausuraba la acción penal contra el magnate.
Unos meses después el programa televisivo 60 Minutos publicó las fotos de la celda y del cuerpo de Epstein en la autopsia. Cada imagen abona las sospechas. No hay certezas. Pero en esas fotos falta una, la única que podría despejar dudas, la más importante. La foto del momento en que Epstein fue encontrado. Sólo sabiendo fehacientemente cómo estaba el cuerpo en ese instante puede afirmarse si se trató de un suicidio o de un homicidio.
La caída definitiva de un hombre que parecía inexpugnable, que había logrado salir impune cada vez que quiso, había empezado el 6 de julio del año pasado. Arrestado apenas bajaba de un avión fue llevado a una prisión en el Lower Manhattan, el Metropolitan Correctional Center. Ante el juez se declaró, como tantas otras veces, inocente. Creyó que una vez más se saldría con la suya. En el peor de los casos, se asumiría culpable luego de que sus abogados negociaran un buen acuerdo que lo pondría en libertad y con una pena condicional. Pero ya nada era como antes. El MeToo había llegado y quienes habían cometido abusos seriales empezaban a pagar. No importaba cuan famosos o influyentes fueran. Los casos de Bill Cosby y de Harvey Weinstein lo demostraban.
Las primeras señales de que en esa ocasión no le sería tan fácil librarse de la justicia fue que no le aceptaron el pedido de fijar una fianza. Para Epstein el monto no era un problema. Su fortuna le permitía no hacer cálculos. Con ella contaba también para acallar a las víctimas. La seguridad de que el dinero resolvía cualquier cuestión -y él tenía mucho- hacía que una sonrisa ladeada, llena de sarcasmo se alojara permanentemente en su cara. Epstein pretendía permanecer en su mansión de Manhattan, una casa de varios pisos valuada como la más cara de la ciudad, con una tobillera electrónica, mientras sus abogados ganaban tiempo negociando y dilatando el proceso presentando recursos.
Ni siquiera en la cárcel, el lugar en que para todos los demás los días no se distinguen unos de otros, su tiempo logró una rutina. En el transcurso de un mes cambió tres veces de celda, sufrió heridas, levantó rumores, acusó a un compañero de intento de asesinato y finalmente fue encontrado muerto.
Poco más de dos semanas antes de su muerte, en la madrugada del 23 de julio, Jeffrey Epstein fue encontrado tirado en el piso de su celda. Estaba semi-inconsciente y presentaba heridas en el cuello. Ya recuperado, el magnate acusó a su compañero de reclusión. Dijo que fue atacado brutalmente. Nicholas Tartaglione era un buen candidato para el papel de homicida. Tenía experiencia. Su condena a varias décadas de prisión por asesinatos y tráfico de drogas lo demostraba. Tartaglione no sólo negó las acusaciones; sostuvo que su intervención fue la que le salvó la vida a Epstein. Las autoridades prefirieron creer que se trató de un intento de suicidio. Los medios dieron cuenta de rumores que hablaban de una tercera opción. Ni tentativa de homicidio ni suicidio fallido. Sostenían que todo había sido una estratagema del frío Epstein para conseguir su traslado, para quitarse de encima cualquier posible compañero de celda.
El abogado de algunas de sus víctimas afirmó que lo sucedido en la celda tenía como fin matar (y callar) a Epstein. Sin embargo, las autoridades penitenciarias dispusieron que Epstein entrara dentro de un mecanismo llamado Suicide Watch. Un programa de vigilancia especial para evitar que los internos se quiten la vida. Sus calabozos son vidriados, son monitoreados las 24 horas y no les dejan a mano ningún elemento que pueda ser utilizado para que se dañen. Pero los profesionales de salud mental de la cárcel dispusieron, a los seis días del incidente, que Epstein estaba apto para regresar a su celda. Sólo pusieron dos condiciones: que compartiera el lugar con otro recluso y que los guardias inspeccionaran cada media hora.
Pero, como el mundo se enteró después, ninguna de las dos fueron cumplidas la noche de su muerte.
Epstein no la pasaba bien. No estaba acostumbrado a esa vida. Hasta su detención no conocía de privaciones, no recibía órdenes de nadie y, fundamentalmente, él era el que ponía las reglas de juego. En la cárcel no era así. Las investigaciones posteriores descubrieron que varios de los internos del presidio de Nueva York (o sus familiares) recibieron transferencias por sumas abultadas en sus cuentas bancarias. Epstein, se supone, estaba comprando su bienestar. De esa manera trataba de que la hostilidad previa se transformara en condescendencia.
Sin embargo sus escasos días entre rejas no fueron apacibles. Entre las pertenencias que dejó se encontró un papel manuscrito en el que se quejaba del trato que recibía. Una especie de ayuda memoria en el que asienta el nombre del guardia y la injuria recibida. Uno le trae comida quemada; otro lo encierra en un baño, desnudo, durante una hora pese a sus reclamos; un tercero no responde a sus quejas -o sus gritos- porque bichos del tamaño de un jabón le caminan por el cuerpo cuando trata de dormir.
Dos días antes de que lo encontraran muerto, libró testamento delante de sus abogados. El inventario de sus bienes sumaba casi 600 millones de dólares. Nombró dos administradores y formó un fideicomiso con sede en la isla caribeña en la que tenía su residencia y la lujosa propiedad en la que se cometieron muchos de los abusos.
Alguno de sus amigos sostuvieron que Epstein se encontraba sumido en una depresión. Por primera vez en su vida no veía el resquicio por el que se fugaría. Sin embargo, el 9 de agosto estuvo reunido con dos de sus abogados hasta las 8 de la noche y ellos afirmaron que estaba de un excelente estaba de ánimo, confiado en que prosperara la apelación por el tema de la fianza.
En la autopsia oficial y en estas dos circunstancias, la depresión y el testamento, se basan quienes sostienen la teoría del suicidio.
Sin embargo, el hermano de Epstein descreyó desde el principio de que Jeffrey hubiera encontrado la muerte por mano propia. Inició una investigación. Contrató a un peso pesado, un forense legendario, el doctor Michael Baden, un enérgico hombre de 85 años que participó en los casos más resonantes de la historia norteamericana contemporánea. Y esta calificación no es un eufemismo. Baden intervino en la investigación del asesinato de Kennedy y en la de George Floyd, pasando por los juicios de O.J. Simpson, Aaron Hernández o Phil Spector. El doctor, también, fue el principal protagonista de Autopsy, el programa de HBO.
Baden no se quedó quieto e hizo lo que hace siempre: acudió a los medios. Fue él quien llevó las fotos a 60 Minutes. Y fue él quien advirtió que sin la foto de la posición del cuerpo en el momento en que fue encontrado es casi imposible afirmar, como hicieron, las fuentes oficiales que Epstein se colgó del parante de su cama, la de abajo de la cucheta. Según varios peritos con el tamaño y el peso de Epstein, la muerte por ahorcamiento desde ese punto de apoyo se hace difícil de justificar. Algunos detenidos en el mismo penal describieron a las sábanas naranjas como “de papel” por lo tanto se les hace inexplicable como una tira de ellas logró sostener a Epstein.
Baden demostró que el cuello del financista mostraba la fractura de tres pequeños huesos. Esas lesiones, afirma, muy rara vez se dan en casos de suicidio por ahorcamiento. Pero son muy frecuentes en situaciones de estrangulamiento. Otros especialistas refutaron esta afirmación. Pero el veterano patólogo agregó otros datos: los ojos inyectados en sangre se presentan en los estrangulamientos y no en los ahorcamientos, lo mismo que los edemas en las piernas que presentaba el cadáver.
Otros datos que abonan el terreno de la sospecha es el comportamiento de los guardias de la prisión y las fallas en el instrumental que podría haber evitado todo tipo de sospechas en caso de haber funcionado.
De aquellas dos condiciones que pusieron los psiquiatras para que Epstein fuera devuelto a condiciones de detención normales, esa noche no se cumplió ninguna. El día anterior quien había sido su compañero en los últimos días fue trasladado. Los agentes de guardia, que debían pasar por su celda, cada media hora, estuvieron casi ocho horas sin visitarla. En ese lapso hablaron entre ellos, durmieron al menos tres horas sobre sus escritorios y compraron muebles por internet pero nunca monitorearon al célebre convicto.
Cuando los investigadores acudieron a las cámaras para saber qué ocurrió esa madrugada se llevaron otro desagradable sorpresa. O, tal vez, a esa altura de los acontecimientos encontraron algo previsible, según se lo quiera ver. Las cámaras del pasillo y la que daba a la puerta de la celda de Epstein no funcionaron esa noche. Por algún error, cuyo origen no se detectó, no grabaron nada. De esa manera no se puede saber si alguien entró a la celda en el transcurso de esas horas.
Hasta las estadísticas juegan en contra de la tesis oficial. El de Epstein fue el primer suicidio en el presidio de Manhattan en los últimos 14 años.
Todos estas inconsistencias, fallas groseras en el cuidado, datos contradictorios de la autopsia se suman a las especulaciones políticas. Personas muy poderosas están sospechadas de haberse beneficiado de la red de menores creada por Epstein.
El Príncipe Andrés es sobre quien se puso el foco en el último tiempo, el acusado al que complican fotos con menores y múltiples testimonios que describen sus fetiches con los pies o bizarras escenas sexuales en las que el miembro de la realeza hace intervenir a una marioneta que lo representa en el acto. Pero también se menciona a otros influyentes o celebridades. Y se sospecha que muchos otros, que hacían negocios con Epstein, pueden estar involucrados.
La gran pregunta es si es cierto que los actos sexuales eran registrados por sistemas de filmación secretos que Epstein tenía dispuestos en sus mansiones para luego presionar o extorsionar a esas personas. Los candidatos para desear que Epstein no hable eran muchos y de un gran poder.
Las sospechas, las acusaciones y las incomodidades llegan desde todo el arco político norteamericano. Donald Trump y Bill Clinton estuvieron en esas propiedades de Epstein en varias ocasiones y realizaron negocios y actividades juntos en diversos momentos de las últimas dos décadas. Así quienes creen en la teoría del asesinato sostienen, según su filiación política, que con él se intentó encubrir al actual presidente de Estados Unidos de origen republicano o a uno anterior de origen demócrata.
Trump salió rápido en Twitter a sembrar dudas sobre Clinton. El tiempo se encargó también de sumar a esa lista al mismo Trump.
Se abrieron dos investigaciones oficiales para intentar dilucidar lo ocurrido. El Departamento de Justicia y el FBI, cada uno por su lado, empezaron las pesquisas. Todavía no se conocieron los resultados de ellas.
Epstein no se suicidó. La frase se convirtió en un meme y es repetida en Estados Unidos con frecuencia. Una frase que ya se metió en el habla popular y que tiene múltiples usos. Encuestas realizadas este año muestran que casi el 80 por ciento de los norteamericanos no cree en la versión oficial y abonan la teoría del asesinato.
El caso de la muerte de Jeffrey Epstein está destinado a no tener jamás, como tantos otros, una respuesta unívoca. Ya entra en el terreno, cada vez más fértil en las sociedades modernas, de las creencias instaladas y de las percepciones. Ningún dato que se aporte cambiará lo que, en cada uno, ya se convirtió en convicción, reseña INFOBAE