La periferia de Buenos Aires vive una batalla dentro del peronismo

Las localidades cercanas a la capital son el epicentro de las luchas clave de las elecciones primarias

En el imaginario de cualquier extranjero, Argentina se reparte entre la elegante Buenos Aires y las fértiles llanuras de este país interminable, con sus vacas y su soja. Pero entre esas dos realidades está el conurbano de Buenos Aires, formado por las localidades periféricas de la ciudad; el corazón del peronismo, como le gusta llamarlo a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner. Allí, alejado de los focos, donde vive apiñada en casas bajas y calles muchas veces de barro un cuarto de la población del país, está el epicentro de todas las batallas clave de las elecciones argentinas. La guerra es casa a casa.

La Matanza, por ejemplo, con sus 1,7 millones de habitantes, tiene más votantes que la cuarta provincia argentina, Mendoza. Es la segunda ciudad del país, detrás de Buenos Aires. Pero hay otras ciudades enormes del conurbano, como Almirante Brown, Quilmes y Lomas de Zamora, con más de medio millón de habitantes cada una. No solo hay casas humildes de chapa y ladrillo sin pintar. Predomina la clase media trabajadora.

La organización allí es casi militar. Los centros donde los peronistas organizan la búsqueda de votos se llaman “subcomandos”, y dividen los equipos en “organización”, “movilización”, “fiscalización”. El peinado casa a casa, hasta cuatro y cinco veces en el último mes de campaña, se llaman “rastrillaje”, de rastrillo.

Equipos de 20 o 30 personas recorren todos los barrios, sin descanso, hasta que todo queda peinado. Y todos reciben un sueldo, de una u otra manera, por ese trabajo. Hay una forma aún más sofisticada que es el “etiquetado”: acuden a las casas con el padrón y no solo le dan al vecino la papeleta del candidato: también le dicen en qué mesa debe votar. Todo para un mayor control. Obviamente el vecino es libre de votar a quien quiera cuando entre en el cuarto oscuro, pero el trabajo de presión suele ser muy eficaz, tanto que los jefes locales del peronismo son capaces de pronosticar con precisión cuántos votos van a sacar.

En cada casa se entrega la papeleta del candidato para que el votante solo tenga que llevarla a la urna y meterla en el sobre. Las papeletas se doblan de manera especial, como una especie de firma, para controlar si efectivamente han votado con ellas y si ha sido eficaz el equipo de rastrillaje. Todo el proceso queda registrado en tablillas que controlan los jefes locales.

Los encargados del rastrillaje preguntan en sus paseos las intenciones de voto en cada casa —no todo el mundo contesta— y así se van construyendo unos mapas detallados manzana por manzana (cuadras en Argentina) con los apellidos de cada familia. Es habitual que en cada casa vivan tres o más familias: la casa de los padres al frente, y detrás, al fondo, los hijos suelen construirse algo cuando se hacen mayores. En estos rastrillajes casa a casa también se analiza si los vecinos se quejan de algo en especial, si plantean una necesidad específica, para resolverla y así garantizarse el voto.

Las elecciones son tiempos para reclamar. Y en los barrios del conurbano, sobre todo en los más pobres, pequeñas cosas lo cambian todo. Una tubería, una cloaca, un tendido de la luz, un asfaltado, un plan social, una ayuda para un desocupado modifican un voto.

 

La guerra sucia

La batalla en el conurbano ya no es solo entre el peronismo y la oposición, que siempre ha tenido enormes dificultades para entrar en esta zona dominada por el sistema capilar de los llamados punteros peronistas. Ahora es dentro del propio peronismo. Aníbal Fernández, el jefe de Gabinete, se enfrenta en las primarias por la gobernación de la provincia de Buenos Aires a Julián Domínguez, el presidente del Congreso. Y sus maquinarias luchan en cada municipio del conurbano de forma no siempre amistosa. Las pintadas con sus nombres, por ejemplo, se hacen de madrugada porque si no el grupo rival las tapa inmediatamente con pintura blanca.

Personajes de las barras bravas son en muchas ocasiones los encargados de realizar la tarea. La guerra sucia también llega arriba. Fernández ha sufrido esta semana la denuncia de un narco, Martín Lanatta, condenado a cadena perpetua por un triple asesinato, que desde la cárcel ha acusado al jefe de Gabinete de estar detrás del tráfico de efedrina que motivó ese crimen. Fernández respondió acusando sin tapujos a su rival peronista, Domínguez, de estar detrás de esta denuncia.

Los términos de la guerra son descarnados. “Que deje de comprarle droga a los transas”, llegó a decirle Fernández a Domínguez. El jefe de Gabinete dijo que le daba “náuseas” ver que su rival interno utilizaba esa técnica. En Argentina, mucho más que la denuncia en sí —Fernández lo niega todo— genera mucho más debate saber quién estará detrás de ella.

 

CARLOS E. CUÉ/El País