Diana López Zuleta apenas pisa las calles de Bogotá, a pesar de que el hombre que ordenó el asesinato de su padre lleva en prisión cuatro años. Y si lo hace, es con chaleco antibalas, escoltada por dos guardaespaldas y en coche blindado. Desde que se hizo pública la sentencia condenatoria, se ha visto forzada a adaptar su vida a un obligatorio esquema de seguridad -implantado tras la petición cursada por la Oficina de Derechos Humanos de la ONU en Colombia- que limita sus movimientos. «No dejo de recibir advertencias, que tenga cuidado, que me vaya; a veces prescindo del chaleco, porque pone en evidencia mi situación, pero mi vida está organizada, no voy a sitios que no sean seguros», explica a Crónica esta periodista colombiana cuyo padre, Luis López Peralta, fue asesinado en 1997 cuando aspiraba a la alcaldía de Barrancas, en la región de La Guajira.
El hombre que encargó el crimen es Juan Francisco Gómez Cerchar. A pesar de su aspecto de cantante de vallenato -aunque su canción preferida sea la ranchera El rey-, el nombre del todopoderoso ex alcalde y ex gobernador asusta. Durante años nada se movió en La Guajira sin su consentimiento. Cacique político y amigo de los jefes de los sanguinarios grupos delincuenciales que operan en esta zona del Caribe colombiano, está casado con una prima de Marcos Figueroa, Marquitos, el capo de capos, cuyo nombre siempre aparece vinculado a los asuntos más turbios y terribles de los últimos años. Diana sospecha que Kiko Gómez sigue moviendo los hilos desde su celda de La Picota: «En la cárcel dispone de teléfono, su perfil de Twitter está activo, sigue teniendo mucha plata, contactos criminales, hay indicios de que, aun entre rejas, sigue controlando el contrabando y el narcotráfico». Por eso, el temor ha regresado a su vida.
Quizá la acompañó siempre. Desde aquel sábado, 22 de febrero de 1997. Luis López Peralta iba a visitar a Diana en la casa materna, en el municipio de Cesar. Ella iba a ensayar con su profesor de guitarra una serenata que le regalaría tres días después, con motivo de su cumpleaños. Cuando la madre fue informada de que el padre de su única hija había sido herido, corrieron al hospital. Cuando supo que había muerto, compró ropa de color negro para la niña, que guardó luto un tiempo, de acuerdo con la tradición. Sólo tenía 10 años.
Aquella bala que mató a su padre también mató su infancia. Creció rodeada de silencio y de preguntas. Solía escribirlas a modo de cuento: ¿Por qué querrían matarlo? ¿Por qué la vida ha sido tan cruel? Para encontrar las respuestas, el periodismo fue su instrumento. Se licenció y se entregó a la tarea de esclarecer los hechos. Desenterrar del silencio y el olvido el crimen. Descubrir la verdad y llevar a juicio a los autores. Lo hizo sola, el resto de la familia no quiso acompañarla. Muchas veces pensó que no existía la más mínima opción; que no era nadie, frente al hombre que incluso había cargado el ataúd de su padre y había elogiado su figura en un homenaje en el concejo municipal; que iba a enfrentarse a una mafia.
Al principio fue duro. Recibió insultos, llamadas de madrugada, mensajes del estilo de voy a probarte que conmigo no se juega. Sin embargo, frente al miedo o la impotencia, se impuso la fortaleza que le proporcionaba su padre: «Su recuerdo siempre me acompañó, me impulsó a seguir adelante, no desfallecí; siento que sigue conmigo».
Durante años, en silencio, reunió pruebas. Habló con testigos. Llegó incluso a coincidir con Gómez en una cumbre de gobernadores. Aquel día, mientras preparaba sus crónicas, pensó por un momento en abordarle para que le dijese a la cara por qué ordenó el asesinato. Se acercó a él, pero en ese instante le invadió el miedo, hizo un par de preguntas sobre la cumbre y se quebró. «Al principio no publicaba sobre el crimen de mi papá», explica, «pero me di cuenta de que ese silencio me hacía vulnerable, jugaba en mi contra; pensé que era mejor empezar a hablar del tema, y si me pasaba algo, se iba a saber enseguida quién habría sido el autor».
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