América vive una crisis migratoria sin precedentes, con cientos de miles de migrantes que en su camino hacia el norte deben enfrentarse a la extorsión, violaciones y robos, para toparse al llegar a la frontera sur de Estados Unidos con la incertidumbre de no saber si podrán llegar a su destino, paralizados ante el aumento de las restricciones.
En Sudamérica, todas las rutas migratorias pasan por la selva del Darién, la frontera natural entre Colombia y Panamá. La travesía comienza en el golfo del Urabá, en el noroeste colombiano, que ha sido históricamente controlado por grupos armados y donde la presencia del Estado colombiano es nula.
«Ha sido una frontera porosa, una especie de área sin ley donde ha habido distintos tipo de tráfico: en algún momento se movían armas en el Darién, luego clorhidrato de cocaína y más recientemente estamos presenciando el ‘boom’ del tráfico de migrantes que empieza a tomar fuerza con esta crisis profunda que hay en Venezuela», explica a EFE el profesor de la Universidad del Norte Luis Fernando Trejos.
La migración por esta selva montañosa no es novedosa, pero fue a partir de 2019 cuando empezó a tomar fuerza con sucesivos récords hasta los más de 500.000 migrantes registrados en 2023, según datos de las autoridades panameñas.
El fenómeno migratorio reporta cifras millonarias -hay informes que hablan de 57 millones de dólares anuales- a los grupos criminales que cobran a los migrantes unos 200 dólares para garantizarles el paso seguro por el Darién.
La selva del Darién es en muchos casos una pesadilla para los cientos de migrantes que lo cruzan a diario y donde son víctimas de ataques de animales salvajes, crecidas repentinas de ríos, violaciones sexuales o asaltos por parte de criminales, que los despojan de lo poco que tienen.
El Proyecto Migrantes Desaparecidos de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) da cuenta de 42 muertes o desapariciones en el Darién hasta principios de diciembre, aunque otros datos son superiores. El año pasado el número ascendió hasta 141.
«Casi me ahogo, porque hay mucha gente que no sabe nadar y traté de ayudar a muchos. No quería que se muriera nadie», dijo a EFE el venezolano Daniel Cruz en Lajas Blancas, donde está una de las estaciones migratorias en la que se atiende a los migrantes.
Las autoridades panameñas y una decena de organismos internacionales ofrecen a los viajeros asistencia sanitaria y alimentación en estos centros, en un operativo único en el continente que ha costado al Estado al menos 70 millones de dólares.
También organizan los servicios de autobuses, que se costean los propios migrantes, para que continúen hacia el norte sin estancarse en territorio panameño, una medida que repiten otros países centroamericanos.
Honduras es un país de migrantes y de tránsito. A diario más de 500 nacionales se aventuran en busca del «sueño americano», mientras medio millón de migrantes lo han atravesado ya en lo que va de año, en su mayoría venezolanos, pero también ecuatorianos, haitianos, o ciudadanos de África o Asia.
Muchos se enfrentan con frecuencia al mismo problema: la falta de dinero para seguir avanzando. Algo que les lleva a pernoctar durante semanas o meses en el país de tránsito mientras recolectan el dinero suficiente, unos 45 dólares por persona en el caso de Honduras para pagar el transporte hasta la frontera con Guatemala.
La última frontera
La última de estas fronteras está en el norte de México, que recibe a diario a miles de migrantes, que acampan a la espera de una oportunidad para entrar en Estados Unidos. Ciudad Juárez se ha convertido en uno de los puntos neurálgicos de ese éxodo, abrumado con el flujo migratorio y con los servicios municipales desbordados.
El padre Francisco Bueno Guillén, director de la Casa del Migrante, uno de los mayores albergues en la ciudad, asegura que este fue un año récord en migración.
“Haciendo una estimación yo creo que fácil más de 100.000 o 105.000 personas llegaron a nuestra frontera para cruzar”, dijo el sacerdote a EFE, al alertar de que esa cifra se mantendrá en niveles similares en los próximos años.
Desesperanzados, los migrantes confían cada vez menos en el proceso regular de entrada a Estados Unidos.
Muchos de los que llegaron en mayo todavía no han logrado una cita a través de una aplicación (CBP One) que ahora da acceso al proceso migratorio formal para entrar en Estados Unidos, lo que agudiza la crisis.
Estados Unidos está intentando detener el flujo migratorio, pero sin éxito. Tras suspender en mayo el Título 42, una polémica medida que permitía expulsar en caliente a migrantes indocumentados sin posibilidad de pedir asilo, el Gobierno de Joe Biden tuvo la oportunidad de imponer su propia visión para la frontera.
Restringió el acceso al asilo y lo canalizó a través de la aplicación CBP One, amenazó con deportar de inmediato a quienes crucen de manera irregular y echó a andar una estrategia de política exterior para intentar que otros países de la región, como Colombia, Panamá o México, hagan de tapón para el movimiento de migrantes.
Sin embargo, la realidad se impuso. Estados Unidos no tiene «la capacidad institucional ni los recursos» para deportar o detener a la gran cantidad de personas que buscan el sueño americano, explicó a EFE Ariel Ruiz, analista del Migration Policy Institute, con sede en Washington.
Un ejemplo es la reanudación de vuelos de deportación a Caracas, que, aunque importante, no da abasto: 1 o 2 vuelos semanales de 170 personas, frente a una media de más de 20.000 detenciones de venezolanos en la frontera cada mes.
Paralelamente a las medidas en la frontera y con el objetivo de disuadir el viaje por tierra, Washington ha promovido «vías legales» para llegar al país. La más importante es el permiso humanitario para los ciudadanos de Cuba, Nicaragua, Venezuela y Haití, por el que han entrado este año más de 260.0000 migrantes de estos cuatro países, según datos de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP).
En alianza con otros países y con ACNUR, EEUU lanzó también la iniciativa de «movilidad segura», para dirigir a los migrantes al programa de refugiados.
Sin embargo, el plan no logra despegar y, según los últimos datos, menos de un 10% de las miles de personas que se han inscrito han podido solicitar esta protección. EFE