Condenado a perpetua, Sirhan Bishara Sirhan, un palestino cristiano, tiene hoy 77 años. Cuando disparó las balas que mataron al joven senador, gritó: “Lo hice por mi país”. Aseguró que lo había asesinado por la simpatía que Bob tenía por Israel. Después negó todo y dijo haber actuado bajo hipnosis. A 53 años del crimen, persisten las dudas sobre los verdaderos autores de los disparos.
Por Infobae
En el Establecimiento Penitenciario Richard J. Donovan, en el condado de San Diego, California, su último domicilio conocido, languidece, acaso hasta su muerte, Sirhan Bishara Sirhan. En el amanecer del 5 de junio de 1968, en la cocina del famoso Hotel Ambassador de Los Ángeles, que ya fue demolido, Sirhan disparó su revolver Iver Johnson Cadet, calibre 22 contra el senador demócrata por New York Robert Francis Kennedy, que acababa de ganar las elecciones internas de California y marchaba raudo hacia su candidatura a presidente para las elecciones de noviembre de ese año.
Kennedy recibió cuatro balazos. Uno en la cabeza, detrás de la oreja derecha. Murió en la mañana del 6 de junio. Tenía 42 años y once hijos.
Tratándose de un Kennedy, y de su asesinato a balazos, nada es claro. Y las teorías conspirativas, siempre tan atractivas, sobre todo porque rozan la realidad de manera sorprendente, perviven a pronto cincuenta y tres años de su muerte. Que Sirhan haya disparado, un hecho que no admite réplica, no quiere decir que sus balas hayan matado a Bobby Kennedy.
Como en el asesinato de John, el hermano presidente de Robert quien había sido su mano derecha, hombre de confianza y consultor, abundan las hipótesis de más de un tirador; las balas disparadas por el arma asesina no coinciden con los disparos que se escucharon, se grabaron y se contaron esa noche trágica, la destrucción de pruebas y evidencias por parte de quienes debían resguardarlas y protegerlas y la sombra persistente de un crimen de Estado, remiten a dos crímenes calcados, idénticos.
Los bandos que dividen aguas, también son un calco: un lado cree que las muertes de John y Bobby fueron obra de asesinos solitarios y el otro lado abunda en teorías y evidencias que denotan la trama de un complot posible, creíble y hasta confiable, pero nunca revelado. Quienes podían hacerlo se llevaron sus secretos a sus tumbas. Y todo indica que Sirhan hará lo mismo.
Al asesino del presidente, Lee Oswald, lo mató un gánster, Jack Ruby, dueño de un club nocturno de Texas y de intenso contacto con la policía de Dallas, la ciudad del magnicidio. Y lo hizo en los sótanos del departamento policial y delante de decenas de policías y periodistas. De Sirhan se sabe poco y nada. Tenía 23 años cuando disparó contra Kennedy. Fue juzgado y condenado a morir en la cámara de gas en 1969. Pero California abolió la pena capital en 1972 y la pena le fue conmutada por la de cadena perpetua. El pasado 19 de marzo cumplió 77 años, cincuenta y cuatro los pasó en prisión. Dice que no recuerda nada.
Nació en Jerusalén, de padres palestinos y de origen jordano, es un cristiano que buscó con afán una iglesia que pudiera contener sus ansias de fe y acaso de esperanza. Cambió varias veces de comunidad religiosa y, ya como adulto joven, adhirió a la Bautista primero, luego a la Adventista del Séptimo Día y también incursionó en el ocultismo. No vaya a ser cosa. Cuando tenía 12 años, su familia emigró a los Estados Unidos y, después de una estada breve en Nueva York, se afincó finalmente en California. Fue un estudiante más de la entonces Eliot Junior High School, que hoy es la High School Charles W. Eliot, de Altadena. Pasó por la John Muir High School y por el Pasadena City College.
En algún momento de su joven vida, antes de dispararle a Kennedy, abrazó el antisemitismo, el antiamericanismo y el nacionalismo palestino. No es un dato menor. El origen árabe de Sirhan lo ubicó, post facto, como el primer terrorista árabe en actuar en Estados Unidos, un sentimiento que creció luego del ataque de Al Qaeda a las Torres Gemelas en setiembre de 2001. Desde su detención la noche del crimen, Sirhan fue investigado por posibles conexiones con los entonces activos grupos terroristas árabes. No hallaron nada.
Lo que sostienen los teóricos de la conspiración contra Bobby Kennedy, afirman, con razón, que existen evidencias balísticas, testimonios valiosos tomados en la escena del crimen, pruebas alteradas o destruidas que invitan a la sospecha. Pero también afirman que Sirhan no tenía motivo alguno para matar, o para disparar, al senador Kennedy.
Eso tampoco es verdad. Desde chico, Sirhan recibió de sus maestros árabes los rudimentos básicos y elementales, teóricos y prácticos, que signaban la causa palestina, con abundantes referencias al gran guerrero árabe Saladino, que expulsó a los cruzados de Jerusalén. Durante el juicio que lo condenó a muerte, su madre, Mary Shirán, describió cómo los intensos sentimientos de justicia palestinos siguieron latentes en su familia, aún cuando ya vivían en Estados Unidos y lejos del escenario del conflicto que recrudeció en estos días del siglo XXI. Mary contó cómo su familia había vivido en Jerusalén durante “miles de años” y habló del odio hacia los israelíes que se habían “apoderado de nuestra tierra”. John Strathman, un amigo de Sirhan de sus años de estudiante, dijo que el joven árabe estaba muy influenciado por las opiniones de su madre. Y su madre dijo en el juicio que su hijo había matado a Robert Kennedy debido a su acendrado nacionalismo árabe. “Lo que hizo -dijo- lo hizo por su país.”
Eso es lo que le oyeron gritar a Sirhan segundos después de dispararle a Kennedy en la cocina del Hotel Ambassador. “Lo hice por mi país”. Sirhan sabía que el atentado, el asesinato si fue el único tirador, era un golpe propagandístico extraordinario. Así lo describió la Comisión Nacional sobre las Causas y Prevención de la Violencia, en 1969. Si Sirhan intentó promover la causa palestina con la muerte de Kennedy, lo consiguió. Los expertos lo definieron como un “terrorista no afiliado”, un lobo solitario en la jerga de los servicios de inteligencia. Antes de que los años de encierro trazaran una nube de niebla en su memoria, o al menos la nube de niebla que dice tener hoy, Sirhan admitió el 3 de marzo de 1969, ante el tribunal que lo juzgaba en Calilfornia, que había asesinado al senador por las simpatías de Robert Kennedy hacia el estado de Israel.
Las investigaciones de la policía de California y del FBI no pudieron hallar pruebas, y las buscaron, de que Sirhan haya tenido conexiones con la Organización para la Liberación de Palestina, OLP. Ni hay evidencias de que alguien le haya pagado para disparar a Kennedy, no hubo transacciones que indiquen que Sirhan, sus hermanos o algún otro miembro de su familia hayan recibido grandes sumas de dinero. La OLP fue fundada en mayo de 1964 y, cuatro años después, no tenía al parecer logística, ni proyectos, de exportar sus atentados, sus acciones militares, es una organización política y para militar, fuera de los territorios en conflicto.
Un lobo solitario. ¿Qué tan solitario? Con los años, Sirhan se desdijo de todo cuanto había admitido en el juicio y surgió la idea, un poco disparatada y mucho alimentada por el preso y sus abogados, de que había sido apenas un engranaje del “Plan MK-Ultra” de la CIA, destinado a preparar “asesinos robot”, hipnotizados, capaces de realizar una acción determinada al escuchar una palabra, una orden, una música, un ruido. Es otra coincidencia con Oswald, el asesino del Kennedy presidente, de quien también se dijo que había disparado bajo los efectos de la hipnosis. La ciencia no tiene evidencias de que alguien en proceso hipnótico larvado, pueda realizar, a distancia y en el tiempo, una acción determinada. Nunca se sabe.
Lo que ocurre con el asesinato de Robert Kennedy es que hay evidencias que no coinciden con la realidad. Todo sucedió en pocos segundos. Sonriente por el triunfo en California, Kennedy dijo a sus seguidores “Ahora, vamos a ganar en Chicago”, acomodó el pelo sobre la frente con un gesto heredado casi de su hermano, y se retiró del atril donde había dado su mensaje triunfal. Atravesar el salón en medio de tantos seguidores era una misión imposible, así que tomó una programada ruta alternativa, por la cocina del hotel, esas antiguas dependencias, levemente majestuosas, separadas de los salones principales por unas puertas vaivén con ojos de buey en la parte superior.
Ya en la cocina, Kennedy saludó a algunas personas. Y de pronto recibió cuatro disparos. Según el informe de la autopsia, uno le atravesó la hombrera derecha del saco, sin herirlo; otros dos dieron en la axila derecha y otro, el fatal, en la cabeza, unos centímetros detrás de la oreja derecha, y quedó alojado en el cerebro. Un quinto disparo rozó la frente de Paul Schrade, amigo personal de Kennedy y director regional del sindicato United Auto Workers: no lo mató de milagro. Otras cuatro personas fueron heridas por más disparos, de manera que hay en el aire de la cocina del hotel Ambassador nueve disparos: cuatro le dan a Kennedy, otros cuatro hieren a otras personas y uno más roza la frente de Schrade. La pistola de Shiran sólo podía disparar ocho proyectiles.
Otra “bala mágica”, como en el asesinato del Kennedy presidente: la policía determinó que la que había atravesado la hombrera del traje de Kennedy era la que había dado en Schrade, que refutó la hipótesis con datos periciales: para que la bala de la hombrera le hubiese dado en la frente, Schrade debió haber medido 2.70 metros o tener la cabeza apoyada en el hombro de Kennedy. El agente del FBI William Bailey hallo luego otros dos vainas de bala en la escena del crimen, con lo que los disparos ya suman once, por lo menos.
Otro valioso testimonio tiró abajo esa supuesta evidencia. Sirhan fue atrapado por el maitre del hotel, Karl Uecker, que era quien guiaba a Kennedy a través de la cocina. Uecker dijo que ni bien vio a Sirhan hacer los dos primeros disparos, lo tomó de la mano y la empujó hacia una mesa de vapor hirviendo, el asesino no dejó de disparar, pero, según Uecker, no hubo manera de que volviera a apuntar a su víctima.
La historia de los ocho proyectiles tampoco acierta con el documento sonoro del crimen, también hay un documento sonoro del crimen de Dallas. Es una grabación que hizo el periodista polaco Stanislaw Pruszynski, que seguía el día a día de la campaña electoral de Bobby Kennedy. El forense Philip Van Praag afirmó que en la cinta se escuchan trece disparos. Primero, se oyen dos; luego hay una pausa de un segundo y medio, que el experto adjudica al momento en que el maitre apresa la mano de Sirhahn, y luego se escuchan el resto de los disparos. Van Praag sostuvo que entre los disparos tres y cuatro, y entre el séptimo y el octavo, no existe tiempo suficiente como para que hayan sido hechos por la misma pistola. Por el contrario, cree que son disparos simultáneos hechos desde puntos diferentes de la cocina del hotel. El perito identifica a otros cinco disparos como de “una frecuencia anómala” que indica que provenían de otra arma ubicada en dirección opuesta a la de Sirhan.
A Sirhan lo vieron de frente a Kennedy, no a su espalda, como indica la trayectoria del balazo mortal. ¿Cómo puede alguien, de frente, herir a otra persona en la nuca? La respuesta, si es verdad, la dieron, el propio Sirhan y un detective privado, Michael McCowan, que ayudó a los defensores de Sirhan antes del juicio. Contó el detective que, en sus charlas, Sirhan le había revelado que sus ojos se habían cruzado con los de Kennedy segundos antes de los disparos. “¿Por qué no le disparaste a los ojos?”, quiso saber McCowan. Y Sirhan contestó: “Porque ese hijo de puta giró la cabeza en el último segundo”.
Schrade pidió en 1988 que la policía desclasificara todos los documentos relacionados con el asesinato de Kennedy, para descubrir que gran parte, sino todas, de las pruebas balísticas habían sido destruidas. En 2011, los abogados de Sirhan, que cada tanto pide su libertad condicional que le fue negada en trece oportunidades, presentaron nuevas pruebas relacionadas con la grabación de los disparos hechas por el periodista polaco Pruszynski, a la que agregaron una certificación médica que aseguraba que Sirhan había perdido toda su memoria relacionada con la mañana del día del crimen, hasta cuatro días más tarde. Prueba suficiente, sostenían, de un estado hipnótico al que estuvo sometido. En enero de 2015 la justicia desestimó las pruebas y el pedido de libertad condicional que las acompañaba.
Robert Francis Kennedy Jr, hijo de Bobby, tenía 14 años cuando mataron a su padre. Hoy es un abogado prestigioso de 67 años y, en plena pandemia de Covid es también un entusiasta activista antivacunas: piensa que hay una estrecha relación entre las vacunas y el autismo, una hipótesis desacreditada por la evidencia científica. También él cree que aquella noche hubo un segundo tirador en el Hotel Ambassador. Reveló al Washington Post que había hecho su propia investigación del caso y dijo estar convencido de la existencia de otro asesino en la escena del crimen. Pidió la reapertura del caso.
También reveló que, en diciembre de 2017, había visitado a Sirhan en el Centro Correccional Donovan, de San Diego. “Tenía que ver a Sirhan y fui porque tenía curiosidad y estaba perturbado por lo que había averiguado en mi investigación”. Robert Kennedy Jr. no reveló un solo detalle de su charla de tres horas con el hombre que le disparó a su padre. “Me molestaba -dijo- que. Por la muerte de mi padre, pudieran tener condenada a la persona equivocada. Mi padre fue el principal agente de la ley en este país. Y le hubiera molestado que alguien estuviese encarcelado por un crimen que no cometió.”
En la celda en la que languidece, Sirhan Bishara Sirhan vive sin haberse arrepentido de haber disparado contra Bobby Kennedy. Si lo que cuenta es verdad, fue él quien le dio el balazo en la nuca, cuando el senador giró la cabeza “en el último segundo”. El misterio de los disparos que sobran y de la bala con la trayectoria extraña, es eso, otro misterio sin resolver.
La muerte de Bobby Kennedy, clausuró la lista de magnicidios en Estados Unidos, excepto el intento de asesinato contra Ronald Reagan de marzo de 1981. Las elecciones de ese 1968 en las que Bobby Kennedy era un candidato seguro de los demócratas y un rival de peligro para los republicanos, fueron ganadas por Richard Nixon. El asesinato de los hermanos Kennedy, con menos de cinco años de diferencia entre uno y otro, terminó con una dinastía política que ya no volvió a aspirar a cargos públicos de importancia.
Los dos crímenes Kennedy tienen más puntos en común que misterios resueltos. EL 22 de noviembre de 1963, en Forth Worth, Texas, y rumbo a Dallas, John Kennedy dijo a sus custodios del Servicio Secreto: “Anoche habría sido fácil matarme. Cualquiera con un rifle con mira telescópica, podría haberme dado en la cabeza”. Horas después, con la cabeza destrozada por un disparo, yacía en una camilla del Parkland Hospital, de Dallas. En la noche del 4 de junio de 1968, horas antes de ser asesinado, Bobby Kennedy dijo a un grupo reducido de íntimos que seguían su campaña: “Allí afuera acabo de ver al tipo que me va a matar”.
No hablaba de Sirhan.