El paraíso estadounidense se diluye para Yslande y otros haitianos refugiados en un campamento de la fronteriza Ciudad Acuña. En su lugar emerge una opción más realista: legalizar su residencia y conseguir trabajo en México para subsistir.
«Yo no tengo prisa para entrar a Estados Unidos. Si yo encontrara una oportunidad, sí, pero si no puedo no voy a arriesgarme cruzando allá», afirma Yslande Saint Ange, de 29 años, quien llegó al país acompañada de su marido y su hija.
«Si no puedo y ellos (las autoridades mexicanas) nos pueden ayudar con papeles para poder buscar un trabajo, arrendar una pieza, así podemos quedarnos tranquilos», añade con determinación.
Salpicados en uno y otro punto del parque Braulio Fernández se ve a grupos de hombres y mujeres reunidos en círculo, enfrascados en tensas deliberaciones.
Las reuniones se producen después de que un operativo policial les diera un susto de muerte poco antes del amanecer del jueves, cuando el parque fue súbitamente rodeado por decenas de patrullas y más de un centenar de policías, en lo que parecía ser una enorme redada.
«Yo me levanté corriendo y le dije a mi marido levántate para correr porque Migración nos va a llevar», recuerda Saint Ange.
Volver al «infierno»
Funcionarios del Instituto Nacional de Migración (INM) ingresaron luego para comunicarles que la maniobra buscaba «protegerlos» e «invitarlos» a abandonar este espacio y regresar a Tapachula, en la otra punta de México, para esperar allí la respuesta a sus solicitudes de refugio.
Ubicada en la frontera con Guatemala, esa ciudad se halla colapsada por decenas de miles de centroamericanos y haitianos que esperan por meses la respuesta de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (COMAR), teniendo que arreglárselas cómo puedan para comer y subsistir.
De hecho, la gran mayoría de haitianos presentes en Ciudad Acuña salieron de Tapachula cansados de estas penurias.
«Si yo voy para Tapachula ¿cómo puedo hacer? (…) ya tengo cuatro años que salí de mi país, no tengo a mi hermana, no tengo a mi padre, ¡no tengo nada, nada!», exclamó entre gritos y lágrimas Hollando Altidor, de 25 años, ante un funcionario del INM.
«Tapachula parece infierno para nosotros, con deportación futura para nosotros también», añade un joven sentado al lado de Altidor que declina dar su nombre.
Tras discutir vehementemente con otros compañeros sobre qué hacer en las próximas horas, Marc Desilhomme, un espigado joven de 29 años, asegura no tener reparos de quedarse en México con tal de enviar algún apoyo para su hija que vive en Chile.
«Por ahora no tengo nada, no tengo dinero y tengo una niña que ayudar. Ante eso necesito papeles para trabajar, porque tú sabes que Migración te molesta si no tienes papeles», explica.
Resignación entre la población migrante
Los imperativos son mayores para quienes viajan con niños. Etlover Doriscar, de 32 años, cogió de la mano a su hijo y a su esposa y huyó con lo que tenía puesto creyendo que sería detenido durante el operativo policial.
«Uno nunca puede pelear con la policía ni con migraciones, ellos saben lo que pueden hacer con nosotros y nosotros no podemos hacer nada», afirma resignado.
Intentar el cruce a Estados Unidos y arriesgarse a una deportación está descartado para Doriscar, que ha visto cómo cientos de compatriotas han sido enviados a Puerto Príncipe desde el país vecino en los últimos días.
Tampoco piensa regresar a Brasil, donde aguantó siete años como chofer de Uber con ingresos que no daban para mantener a la familia.
Ya recuperada del susto, Sonja Pierre, una corpulenta mujer de 43 años y voz poderosa, insiste en que las autoridades no deben obligarlos a regresar a Tapachula para culminar sus solicitudes de refugio.
«Que COMAR dé una visita acá», dice Pierre, quien arribó a Ciudad Acuña hace una semana. «Somos pobres, andamos buscando trabajo, no andamos de vacaciones».