En nueve años mató a toda su familia, historia de un asesino serial argentino

Luis Fernando Iribarren es uno de los asesinos más sanguinarios de la historia criminal argentina.

El 31 de agosto de 1995 Luis Fernando Iribarren confesó que había «puesto fin al sufrimiento» de su tía a golpes de hacha, pero también reveló, al pasar, que había asesinado a sus padres y a sus hermanos, desaparecidos a mediados de 1986. En 2002 lo condenaron a la pena máxima y seguirá preso al menos hasta 2027.

Considerado un homicida múltiple, el «carnicero de San Andrés de Giles», luego de una discusión, mató con certeros tiros desde una carabina vizcachera a su padre, a su madre, a su hermana y a su hermano, lo cual se conoció recientemente. Fue a mediados de 1986.

Por la cantidad de víctimas, semejante masacre podría asimilarse al ataque del odontólogo Ricardo Barreda que en 1992 asesinó a su esposa, a su suegra y a sus dos hijas en La Plata. Crímenes por los que fue condenado a la pena máxima de prisión perpetua tres años después, en tiempos en que esos conmocionantes homicidios no fue calificado como lo que hoy se sabe que fue: un feminicidio múltiple.

«Sin pensar, pero comprobando que estaba cargada, agarré el arma. Entré en la pieza en la que dormían mis padres y mi hermana. Con la seguridad de que tenía ubicados los cuerpos y de que no me hacía falta mirar, cerré los ojos. No sé si les disparé dos o tres balazos a cada uno», expresó Iribarren ante el funcionario judicial que le tomó declaración.

Agregó: «Salí de la pieza, siempre con el arma entre mis manos. Cerré la puerta y pasé al dormitorio de mi hermano. A medida que me acercaba, miraba cómo dormía. Recuerdo que le pegué con el cañón del arma en la cabeza. En ese momento, sin pensarlo disparé una vez más. Después de que le pegué el balazo, mi hermano quedó con los ojos abiertos. No sé si se despertó por el ruido o por qué; en ese momento comenzaba a amanecer».

Pero la furia asesina de Iribarren no se detuvo con los homicidios de sus padres y sus hermanos. Completar el registro que lo convirtió en uno de los mayores asesinos múltiples de nuestro país le llevó 11 años. En 1995 concretó el último de los 5 homicidios por los que lo condenaron.

El 31 de agosto de ese año, en la comisaría de San Andrés de Giles se recibió una llamada que alertaba sobre la desaparición de Alcira Iribarren, una jubilada de 65 años de edad, que vivía en la casa de la calle Cámpora 1568, en Giles.

Por entonces, Luis Fernando Iribarren seguía en lo suyo: llevaba una vida normal. No lo sabía, pero el secreto que había ocultado durante más de 11 años estaba a punto de quedar al descubierto.

Cuando el policía Ramiro Álvaro Córsico llegó a aquella vivienda para verificar si había que preocuparse por lo que le habían dicho en aquella llamada telefónica, encontró una nota escrita en letra manuscrita que expresaba: «Fui al velorio de mi tía Alcira».

Lo llamativo del caso era que ninguno de los vecinos del barrio sabía que la maestra jubilada había fallecido. Cuando consultó en las casas velatorias de la zona, al policía le dijeron que no había fallecido ninguna mujer de 65 años. El nombre de Alcira Iribarren tampoco figuraba en las actas de defunción extendidas en los últimos meses, comprobó.

Alcira también seguía estando viva para los cajeros del banco local y los funcionarios de la Caja de Jubilaciones, que le seguían pagando puntualmente la pensión que le correspondía por sus años de aportes como maestra.

Al consultar en la sucursal bancaria, uno de los empleados le dijo al metódico policía que, debido a que la mujer estaba imposibilitada de moverse por la enfermedad que sufría, el sobrino de Alcira Iribarren era quien se presentaba a cobrar la jubilación todos los meses. Había presentado un poder que lo habilitaba a tal efecto.

Con este dato, el oficial regresó a la seccional y le describió la situación al comisario Ángel José Santos, quien decidió ir a buscar al sobrino de la jubilada para llevarlo a la comisaría. Al mismo tiempo, el jefe policial alertó del hecho al juez en lo criminal y correccional de Mercedes que estaba de turno: Eduardo Costía.

No les resultó fácil al oficial Córsico y al comisario Santos convencer a Iribarren de la necesidad de que los acompañara a la seccional para «hablar». Para entonces, los policías habían advertido que la docente jubilada no estaba en la casa e Iribarren, mientras, comenzaba a caer en contradicciones.

El magistrado llegó a la comisaría minutos después de las 17, según consta en el expediente, y escuchó el relato de Luis Fernando Iribarren sobre su tía Alcira: «Estaba muy enferma y decidí ayudarla a terminar con el sufrimiento, tal como ella quería. Entonces procedí a asfixiarla. La tomé del cuello con mis manos. Pero debido a que con esa maniobra no se moría fui a buscar el arma que guardaba en la mesa de luz», detalló.

Al confirmarse que la docente jubilada había sido asesinada, el comisario Santos convocó a los técnicos del ex Servicio Especial de Investigaciones Técnicas de la policía bonaerense para que fueran, con suma urgencia, a la casa de la víctima.

La revelación

«No tuve el coraje de dispararle a mi tía con el arma porque me acordé de lo que les había hecho a mis padres y a mis hermanos, y no soportaría hacerlo otra vez. Por lo que seguí buscando otro objeto. Al llegar al patio vi el hacha. En realidad, había dos hachas. Tomé la que tenía el mango más largo y me dirigí a la habitación de mi tía. Me paré al costado de la cama y le pegué dos golpes en el costado izquierdo de la cabeza», manifestó el imputado, según consta en su declaración. Por supuesto, este tramo de la declaración, esa confesión de un crimen que incluía la revelación de otros cuatro, no pasó inadvertida para nadie.

Al revisar la casa de Cámpora 1568, los policías observaron que había tierra removida a metros de la casilla donde se guardaban los tubos de gas envasado. Iribarren había excavado un pozo de casi medio metro de profundidad. Allí, cubierto con una sábana, estaba el cuerpo de la docente jubilada.

«Cuando la tía Cuqui comenzó a ver que no iba a vivir mucho tiempo me habló del color del cajón que quería. Llegó a mencionar lo triste que sería quedar en un cementerio, sola y lejos de todo lo que ella quería. Por lo que decidí enterrarla allí porque, para el caso, era lo mismo», describió el acusado, al referirse a cómo cerró el capítulo de su quinto asesinato.

Años después, Iribarren intentaría que esa declaración fuera declarada nula. Pero su estrategia legal no surtió efecto.

Según consideraron los diversos magistrados que intervinieron en el caso, entre ellos, los jueces de la Sala III de la Cámara de Mercedes, Mario Alberto Bruno, Héctor Barreneche y Francisco Lilo, «ante el magistrado instructor, el acusado aportó datos que permitieron el esclarecimiento de nada menos que cinco homicidios».

En un principio dijo que luego de matar a sus padres y hermanos abordó su Ford Falcon, condujo los 20 kilómetros desde el campo de Tuyutí hasta el centro de San Andrés de Giles, y desde allí se dirigió a Laferrère para encontrarse con su novia.

Al día siguiente regresó en el mismo Falcon. Cuando llegó al campo cargó uno por uno los cuerpos en el auto y los llevó hasta un pozo de agua. Iribarren afirmó en su reveladora primera declaración que los había arrojado allí antes de volver a la casa de su tía.

Era mentira: Iribarren jugaba con los investigadores

A partir de la declaración del imputado se montó un operativo para tratar de encontrar los cuerpos de Marta Isabel Lagevin y Luis Fernando Iribarren, los padres del acusado, y de María Cecilia y Marcelo, sus hermanos.

Los peritos del SEIT llegaron hasta el campo de los Iribarren. Allí, técnicos, funcionarios y bomberos comenzaron a buscar los cuerpos en el pozo de agua señalado por el acusado. No encontraron ningún rastro de los cadáveres.

Iribarren aparecía como un especialista en armar historias mendaces. Para justificar la ausencia de su familia durante casi 9 años, les dijo a sus familiares y vecinos que su padre había atropellado y matado a un puestero, y que los amigos de la víctima habían intentado vengarse. Entonces, ante la posibilidad de que los atacaran, habían decidido irse a Bolivia. A la tía Cuqui le había dicho que sus padres habían tenido que irse intempestivamente a Paraguay por unas deudas que no podían afrontar.

Hasta ese momento, Iribarren estaba procesado por el homicidio de su tía. Entre los investigadores comenzó a crecer la sospecha de que había inventado el resto del relato sobre los asesinatos de sus padres y hermanos para lograr que lo declararan inimputable.

Pero luego de tres meses de búsqueda, el 15 de noviembre de 1995, los técnicos del SEIT hallaron los cuatro cadáveres «en una fosa común, sincrónica y primaria donde antes existía un chiquero».

En agosto de 2002, la Sala III de la Cámara de Mercedes sentenció a Iribarren a la pena de reclusión perpetua más la accesoria de encierro por tiempo indeterminado, por los cinco crímenes. Es la misma condena que le fue impuesta a Carlos Eduardo Robledo Puch, el mayor asesino en serie de la historia argentina, que a principios de la década del setenta cometió 11 asesinatos.

Durante el juicio, la defensa de Iribarren solicitó que se declarara la nulidad de la primera indagatoria de Iribarren e intentó que lo declararan inimputable. Los jueces le cerraron las puertas.

«El imputado hizo un relato pormenorizado de cómo mató a todos. Los enterró, hizo desaparecer rastros y huellas de los hechos. Además, con mendacidad, ocultó a terceros el destino de las víctimas», sostuvo el juez Bruno en los fundamentos de la sentencia.

Al presentarse ante los jueces, Iribarren habló en voz baja y monocorde. Resultaba difícil escucharlo. Llamaba la atención por su aspecto enjuto entre los robustos guardiacárceles de uniforme gris que lo custodiaban.

«A nuestro criterio el acusado nunca perdió el contacto con la realidad. La modalidad delictiva expresa claramente el alto grado de impulsividad y agresividad características de muchos trastornos de personalidad psicopático y que nada tienen que ver con un esquizofrénico», concluyó uno de los psicólogos que lo entrevistó.

La única explicación que dio Iribarren ante el juez para justificar la masacre fue: «Les tenía bronca».

Actualmente, Iribarren está detenido en la cárcel de Gorina, cerca de La Plata. Terminó el secundario y cursó una carrera universitaria, Comunicación Social, aunque no la completó. Su condena expira en 2027. Pero su liberación dependerá de los informes psicológicos, tal como ocurrió con Robledo Puch, que sigue sin lograr que lo suelten.

La opinión de los psiquiatras

Trastorno de la personalidad con reacciones psicóticas

Tres psiquiatras sostuvieron que con respecto a su familia, Iribarren sentía hostilidad y vivencias persecutorias. Opinaron que sufrió una crisis psicótica que desembocó en el cuádruple crimen y que luego se «rearmó» psicológicamente, y vivió entre coartadas y mentiras 9 años, hasta que mató a su tía. Lo definieron como «esquizoparanoide», un «gravísimo trastorno de la personalidad» que hacía que no comprendiera la criminalidad de sus acciones.

Omnipotente, narcisista y paranoide

Así lo definieron ocho peritos psicológicos y psiquiátricos. Concluyeron que Iribarren era imputable porque tenía «un trastorno de la personalidad con rasgos narcisistas y paranoides que no implica alteración morbosa de las facultades mentales y que no tuvo una reacción psicótica». Para uno de ellos, el móvil de los crímenes fue económico.