Desde las parroquias de pueblos, hasta en las escuelas y seminarios, las denuncias van aflorando.
La Iglesia española llega a la gran cumbre del Vaticano sobre abusos a menores enfrentada a un goteo de escándalos que empiezan a romper el silencio en este católico país, destacó AFP.
«Y esto solo es la punta del iceberg», advierte Miguel Hurtado, de 36 años, uno de los últimos en hacer público su caso. «No están preparados para el tsunami que llega», añade desafiante.
Llevaba veinte años callado, intentando lidiar con los tocamientos que denuncia haber sufrido durante un año por parte de un monje cuando participaba en un grupo de «scouts» en el monasterio benedictino de Montserrat, en un escarpado macizo al noroeste de Barcelona.
Este monasterio es un símbolo del nacionalismo catalán. Y su abusador, fallecido en 2008, era uno de sus monjes más carismáticos. «Yo lo habría denunciado antes pero era un crío y me frenaba el miedo», explica.
«Era una losa que llevaba hace 20 años. El secreto me estaba matando y necesitaba decir la verdad, me creyeran o no», dice Miguel, protagonista de un documental de Netflix sobre abusos en la Iglesia española.
Desde entonces, otras nueve personas denunciaron ser víctimas del mismo monje y estallaron nuevos escándalos: en escuelas de los Salesianos en el País Vasco, en varias parroquias catalanas o en un colegio religioso de Barcelona.
Incluso el fútbol se vio afectado: el jueves un formador del Atlético de Madrid, antiguamente religioso, fue cesado tras reconocer que había abusado de un estudiante en los años 1970.
«Una gran parte oculta»
«Hay un efecto de reacción en cadena… Es fácil imaginar que hay una gran parte oculta que todavía no ha salido», asegura Josep Maria Tamarit, catedrático penalista de la Universidad Abierta de Cataluña que encabeza una investigación sobre la cuestión.
«Este proceso se produjo antes en otros países y tampoco es de extrañar que en España haya tardado un poco más», añade.
Lejos de los escándalos surgidos en países como Estados Unidos, Irlanda o Australia, las denuncias en España habían sido escasas pese a la notable pérdida de influencia de la Iglesia, especialmente entre las nuevas generaciones.
«Es por cómo solemos lidiar los traumas en España, no solo este. Por ejemplo, con la guerra civil o la dictadura, la forma en que hemos abordado estos traumas ha sido la omisión», opina Hurtado. «Perdonar y olvidar porque eso forma parte del pasado. Dejarlo todo escondido», insiste.
Si cuando lo denuncia, las consecuencias son escasas, dado que muchos casos están prescritos o el acusado fallecido, «la desmotivación es mayor», dice Tamarit.
En un gran escándalo revelado en 2016 en las escuelas Maristas, con 43 denuncias contra 12 profesores, solo dos docentes terminaron en la justicia, uno condenado y el otro pendiente de juicio.
Situación similar se vive en Italia, criticada por un reciente informe del Comité de Derechos de la Infancia de Naciones Unidas por los «numerosos casos de niños abusados por personal religioso… y el bajo número de investigaciones».
Tamarit lo vincula a cierta mentalidad católica que entiende todo tipo de sexualidad como pecaminosa y para la que «no hay tanta diferencia entre un acto impuro cualquiera y abusar de un menor».
«Eso ha hecho que no se haya podido visibilizar o tomar consciencia de su trascendencia y gravedad», dice.
El silencio «tiene que acabar»
En España, la Iglesia ha terminado por mover ficha. En octubre anunció la creación de una comisión para reescribir su protocolo contra los abusos después de recibir denuncias de encubrimiento del diario El País.
«Ha habido una especie de silencio y la Iglesia ha participado en este tipo de silencio que también estaba en la sociedad», reconoció Norbert Mircale, portavoz de la conferencia de obispos de Cataluña. «Pero esto se tiene que acabar».
El gobierno también reaccionó. El ministerio de Justicia ha reclamado a la fiscalía y las autoridades eclesiásticas un informe con todos los casos de abusos a menores.
Y en diciembre presentaron un proyecto de ley que retrasa 12 años la prescripción de los abusos a menores para que el plazo empiece a correr cuando la víctima tiene 30 años y no 18 como ahora.
Desde Infancia Robada, la primera asociación de víctimas del país creada en enero, reclaman subirlo hasta los 50 años. «En la mayoría de casos recientes este plazo no habría servido de nada», lamenta su fundador, Juan Cuatrecasas.