«De forma inopinada e imprevista, con frialdad y serenidad, conscientes de lo que hacían, Fernández Cerrá y García Juliá, a distancia no inferior a sesenta centímetros, sin que partiera previa iniciativa ni actitud por parte de sus secuestrados (…) comenzaron a disparar, en trayectoria cruzada, de forma indiscriminada, contra las nueve personas referidas, algunas de las cuales recibieron los impactos encontrándose de espaldas a sus agresores». Con esta precisión relata la sentencia cómo se desarrolló la matanza de Atocha, el atentado que a punto estuvo de torcer para siempre la historia de la transición el 24 de enero de 1977 y que costó la vida a tres abogados laboralistas, un estudiante de derecho y un administrativo, además de dejar heridas graves a sus cuatro compañeros, publica abc.es.
Carlos García Juliá recorrió todo el despacho destruyendo archivos y arrancando cables de teléfono, ciego de odio, ante el cambio ideológico que representaban sus víctimas. Aquella noche de hielo en Madrid, el ultra tenía 24 años.
El miércoles por la noche, 41 años después, unos policías de la Superitendencia de Sao Paulo (Brasil) le pararon cuando apareció en la puerta de su casa, en Barra Funda, un barrio de clase media de la ciudad, muy cerca de la sede de la Policía Federal.
Creía que era un control
Le pidieron que les acompañara a la comisaría y allí verificaron su identidad. García Juliá, que salió de España en 1994 con una autorización judicial para trabajar y ya no volvió, estaba tranquilo. «Cuando le preguntaron por su nombre les dijo que no era él. Creía que era un control rutinario sin más y que ignoraban su verdadera identidad», explica a ABC el comisario Marcos Frías, uno de los responsables de la Comisaría General de Policía Judicial que ha viajado hasta allí para supervisar la detención del miembro de extrema derecha.
A los 65 años, fugitivo internacional, García Juliá vivía tranquilamente en la ciudad de Sao Paulo con documentos falsos, haciéndose pasar por un venezolano y viviendo con una compañera brasileña, del dinero que ganaba como chófer de Uber. O eso es lo que les dijo a los agentes, información que ahora intentan comprobar.
El que fuera miembro o simpatizante de Fuerza Nueva entró a Brasil a pie, en 2001, por la ciudad de Pacaraima, estado de Roraima, en la frontera venezolana, con el nombre de Genaro Antonio Materan Flores. Esa ciudad es ahora el principal acceso de los venezolanos que piden asilo en Brasil. Con una identidad en las manos, consiguió una licencia de conducir.
Tras la matanza de Atocha, perpetrada junto a otros tres ultras, pasó semanas escondido. El 11 de marzo de 1977 fue detenido e ingresó en prisión. La Audiencia Nacional le condenó a 193 años. En 1991 se le concedió la libertad condicional y en 1994 salió rumbo a Paraguay con autorización judicial. Nunca más volvió a comparecer.
La Policía española había seguido su rastro por Paraguay, Bolivia (donde estuvo encarcelado), Chile, Argentina y Venezuela, pero fue cambiando de identidad y eludiendo a la Justicia. En mayo se le detectó en Brasil aunque usaba hasta tres identidades, una de ellas como representante de ganadería. En colaboración con Interpol, con agentes brasileños y los agregados españoles allí, se fue estrechando el cerco. Se llegaron a vigilar tres domicilios distintos.
Una pista importante
«Vivía en Brasil como si fuese un ciudadano venezolano», informó Disney Rosseti, jefe de la policía federal, en Sao Paulo. «Ahora tenemos que aguardar el pedido de extradición de España», señaló. «No resistió a la voz de prisión», comentó Reinaldo Campos, representante regional de Interpol en Brasil. El detenido confirmó su identidad después de ver los documentos que la policía le presentó. Su visa provisional como extranjero venezolano la solicitó en 2009 y el coche que conducía estaba a nombre de su mujer.
El comisario Marcos Frías describió la operación conjunta de inteligencia. «Teníamos noticias de que podía estar en algún país de Latinoamérica y que estaba usando una identidad falsa. Tuvimos la suerte de encontrar una pista importante». «Todos juntitos y con las manitas arriba». Esas fueron las últimas palabras que oyeron sus víctimas y las del otro matón.