El suicidio masivo en Guyana: Más de 900 cadáveres y el misterio del líder de una secta diabólica

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Fue una experiencia única y, por fortuna, irrepetible. El olor de la muerte lo inundaba todo. Los cadáveres parecían sembrados en la pista del aeropuerto de Georgetown, a la espera de ser identificados, enterrados en alguna parte. Lo peor eran los chicos muertos, más de trescientos. Hace 43 años, el suicidio masivo de los miembros de la secta Templo del Pueblo de Jim Jones sacudió a un mundo. Lo que perdura es el espanto, grabado en la memoria como un fantasma

Por Infobae

Parecían flores extrañas, multicolores, sembradas por capricho en un terreno ganado a la jungla. Pero no eran flores. Eran cadáveres. Vestían las ropas de colores de cinco minutos antes de la muerte. Las más coloridas eran las de los chicos. En total, novecientas nueve personas, más de trescientos chicos, muchos de ellos bebés. La mayoría se había suicidado, casi todos lo habían hecho después de matar a sus hijos: habían bebido un famoso refresco no carbonatado, en polvo para diluir en agua, con sabor a uva, llamado “Flavor Aid”, que habían mezclado con cianuro y almacenado en un tonel de hierro. Una muerte comunitaria.

Todo había sucedido alrededor de un tinglado casi miserable, en el que había un trono, y en los modestos edificios y casas cercanas de una utopía llamada Jonestown, en Guyana, un país del noreste de América del Sur, lindante con Brasil, Venezuela y Surinam, casi desconocido hasta la tragedia. Jonestown era un proyecto de ciudad, a doscientos cuarenta kilómetros de la capital, Georgetown; un pedazo de la selva cedido por el entonces gobierno socialista de Guyana a Jim Jones, un aventurero con rasgos de psicópata más que de idealista, que había amasado una fortuna, había fundado en San Francisco una secta llamada Templo del Pueblo (People’s Temple), se había rodeado de un millar de fieles y se había marchado a la selva caribeña a montar un improbable estado religioso-marxista que había terminado en eso: novecientas personas muertas, en su mayoría estadounidenses.

A quienes no habían aceptado beber, a los reticentes, a los dudosos o a los evasivos, les habían destinado una bala. No eran muchos, pero entre los muertos a balazos estaba Jim Jones: nunca se aclaró si se suicidó o lo asesinaron en aquella borrachera criminal que estalló el 18 de noviembre de 1978.

Los de Jonestown no eran los únicos muertos del Templo del Pueblo. En la capital de Guyana, en una casa de la secta, habían aparecido muertos una mujer y sus tres hijos pequeños. Y en el precario aeropuerto de Port Kaituma, vecino a la utopía de Jones, yacían los cadáveres de otras cinco personas, acribillados por los guardias de seguridad del Templo del Pueblo: Leo Ryan, un legislador demócrata por California, Don Harris y Bob Brown, de la cadena televisiva NBC, Greg Robinson, fotógrafo del San Francisco Examiner y Patricia Parks, uno de los miembros de la secta que había querido desertar. Esas fueron las muertes que desencadenaron el suicidio masivo y el final de la secta. En total, novecientos dieciocho muertos. ¿Cómo pudo pasar?

Jim Jones en Jonestown, Guyana, en 1978

Lo peor de todo era el espantoso olor de los cadáveres podridos. Llegué al aeropuerto de Guyana el 22 de noviembre de 1978, como enviado especial, el mejor oficio del mundo, de la revista Gente que dirigía entonces Samuel “Chiche” Gelblung. Ese olor penetrante, pegajoso, de un engañoso dulzor, reinaba hasta en los alrededores del aeropuerto. Jonestown ya era un sitio inaccesible: rodeado por el ejército guyanés, invadido por agentes del FBI y habitado por los escasos sobrevivientes de la secta, que habían huido a la selva para esquivar a la muerte, y que habían regresado para iniciar una guerra feroz por el dinero en juego: miles de dólares en efectivo, oro y joyas que habían desaparecido de las arcas de Jonestown con destino ignorado. Se habían lanzado todos a una rapiña feroz en las horas que separaron el suicidio masivo de la llegada de los primeros efectivos del ejército de Guyana, y ahora cada quien pedía cuentas al otro ante los oídos nunca desatentos del FBI.

En el aeropuerto de Georgetown todo era cadáveres, embolsados en lona verde, con un largo cierre relámpago, de los pies a la cabeza, la clásica bolsa para cadáveres de los Ejércitos. Los habían alineado en el sureste de la principal pista de aterrizaje, que parecía una gigantesca alfombra armada con retazos. Algunas bolsas estaban envueltas en nylon blanco, como resguardo acaso inútil de las tormentas tropicales que iban y venían, cortas y furiosas o leves y persistentes. Otras estaban amarilleadas por el líquido desinfectante que les echaban unos jovencísimos marines de los Estados Unidos, con barbijos y guantes de cirugía.

En el aeropuerto de Georgetown todo era cadáveres, embolsados en lona verde, con un largo cierre relámpago, de los pies a la cabeza, la clásica bolsa para cadáveres de los Ejércitos (Alberto Amato)

Reinaba una actividad impresionante. Dos helicópteros CH 53, que habían llegado con las tropas el día anterior, recogían los cadáveres en Jonestown y los trasladaban, ya embolsados, a Georgetown. Allí los esperaban setenta marines que los bajaban de los helicópteros, los alineaban en la pista, los desinfectaban y después los cargaban en tres camiones, que se dice fácil. Aquellos soldados cantaban, y estaban trenzados en un concurso a ver cuál pelotón cargaba su camión de cadáveres más rápido. Corrían hasta una bolsa de dos en dos, ligeros y atléticos, la alzaban como si pesara nada, la llevaban corriendo hasta la culata del camión y la arrojaban a la caja, donde la esperaban otros dos soldados que estibaban aquella carga terrible. Y cantaban.

Recuerdo que al mando de aquel frenesí trastornado había un sargento de apellido Medina y de español perfecto, y con un ánimo de acero templado, que mantenía a sus chicos a raya, marcaba el ritmo de los cantos“¡Go, go, go…!” y no los dejaba parar un segundo, sólo para tomar agua. Me vio la cara y me dijo simple y sabio: “¿Qué querés que haga? Si los dejo pensar, se matan ellos también”.

Alberto Amato con dos integrantes de la secta de Jim Jones que se salvaron de la Masacre de Guyana huyendo a la guerra

El fandango cuartelero cesaba cuando alguno de los marines llegaba con una bolsa más pequeña en brazos, doblada en sí misma. Esa bolsa no se arrojaba a la caja del camión. La llevaba el marine en persona y la ponía en brazos de su colega, allí arriba, que la estibaba con cuidado, como si acunara al niño. Era un instante apenas de silencio concentrado y profundo. Después, Medina se encargaba de que todos volvieran a correr.

No todos los cadáveres iban a parar a los camiones. En la pista ya había apilados varios ataúdes con un número y una letra de registro: habían sido enviados desde Estados Unidos por los familiares de los muertos. Aquel espanto estaba inundado por el olor de la muerte. Un olor líquido que penetraba la trama de la ropa, se pegaba a las fosas nasales, que no salía con nada, que no te iba a sacar la ducha del hotel y que galopaba urgido por el aire cálido y envilecido de la jungla vecina.

Algunas bolsas estaban envueltas en nylon blanco, como resguardo acaso inútil de las tormentas tropicales que iban y venían, cortas y furiosas o leves y persistentes. Otras estaban amarilleadas por el líquido desinfectante que les echaban unos jovencísimos marines de los Estados Unidos, con barbijos y guantes de cirugía (Alberto Amato)

El drama de lo que fue para la historia la masacre de Guyana, había empezado el viernes 17 de noviembre. Pero el principio del fin era anterior, de los años 60, cuando Jim Jones, un tipo carismático de verbo fogoso y de imaginación utópica, se consideró “discípulo de Cristo”, y empezó a ejercer una especia de sacerdocio que mezclaba los postulados dela iglesia metodista, pentecostal, baptista y cuáquera, que era la de su infancia en su estado natal, Indiana.

A los 25 años, había nacido en mayo de 1931, admiraba al líder chino Mao Tsé Tung, que así se llamaba entonces y no Mao Zedong, como hoy, y se proclamaba marxista leninista. A cualquier inquieto que le hiciese notar cierta contradicción entre el sacerdocio y el comunismo, Jones le explicaba que era imposible convertir a la gente al marxismo, tal como estaba estructurada entonces la así llamada sociedad de consumo: había que morir y reencarnarse para ser un marxista nato. Ese fue el camino que llevó a Guyana.

Reencarnación y marxismo no fueron los postulados iniciales de su secta, que fundó en los años 60 y llamó Templo del Pueblo, y que se instalaría luego en la prodigiosa San Francisco, la rebelde ciudad del “flower power”, del movimiento hippie y de la avanzada contra la guerra de Vietnam. Jones sólo proponía poner distancia de un mundo que, afirmaba, iba de cabeza a la hecatombe nuclear, reencontrar al individuo con la naturaleza, eludir de paso los dictados de la religión católica que cree en la vida eterna y, a cambio, vivir a pleno la vida terrenal. Una nueva sociedad, en suma, con nuevas leyes para una nueva vida para un nuevo imperio. Y un único líder: él mismo.

Jim Jones, un tipo carismático de verbo fogoso y de imaginación utópica, se consideró “discípulo de Cristo”, y empezó a ejercer una especia de sacerdocio que mezclaba los postulados dela iglesia metodista, pentecostal, baptista y cuáquera

A su manera, fue un adelantado: avizoró la importancia que los postulados religiosos podrían tener en la política y decidió influir en ella a través de la religión y de su secta. Llegó incluso a ocupar un cargo público, no electivo, en San Francisco. Entre sus papeles se hallaron luego una foto autografiada y una carta de Rosalyn Carter, esposa del entonces presidente de Estados Unidos James Earl Carter, otras cartas del vicepresidente Walter Mondale, más correspondencia con senadores demócratas y hasta con el alcalde de San Francisco, George Moscone, que protagonizaría otra tragedia en los días siguientes a la tragedia de Guyana.

Su incipiente carrera política, sus eventuales ambiciones y su vida en San Francisco se vieron amenazadas en septiembre de 1977 por una investigación de la reviste New West, de California, que acusó a Jones de torturas físicas y morales a sus seguidores, de impulsa y participar de orgías y de manejar “hitlerianamente” a las personas. El Templo del Pueblo quedó a merced de las investigaciones. Jones renunció a su cargo y con su mujer, Marceline, sus hijos, uno natural, Stephan Gandhi, y varios adoptados, decidió irse a Guyana.

Lo de Jones y Guyana fue un matrimonio por conveniencia. El gobierno socialista le cedió una amplia franja de tierra a orillas del río Kaituma, con un aeropuerto chico pero operable, a menos de trescientos kilómetros de la capital por caminos poco transitables: era una zona en conflicto con Venezuela y Guyana temía una invasión. Para Jones fue la tierra prometida para su utopía religiosa-leninista.

Lo siguieron una gran cantidad de fieles que se desencantaron rápido de todo: la utopía y esa jungla densa, misteriosa y hostil que rodeaba a la flamante Jonestown, que carecía de todo. La mayor parte regresó a San Francisco y junto al reverendo quedaron poco más de mil fieles. ¿Cómo iban a vivir? La colonia agrícola de Jones iba a mantenerse con el cultivo de verduras y frutas y con la cría de gallinas y cerdos. Y arreglarse como puedan. En manos de Jones, que podía estar enmarañado entre Dios, Marx y Mao pero no tenía un pelo de tonto, quedaba el enorme caudal financiero y económico de su secta. Sus seguidores tenían tres reglas a cumplir: tenían prohibido desertar, debían despojarse de todos sus bienes materiales y entregarlos al Templo del Pueblo y, tercero, debían estar dispuestos a morir envenenados cuando el líder lo ordenara.

Los integrantes de la secta tenían prohibido desertar, debían despojarse de todos sus bienes materiales y entregarlos al Templo del Pueblo y, tercero, debían estar dispuestos a morir envenenados cuando el líder lo ordenara

Una de las prácticas de la secta en Jonestown se llamaba “Noches Blancas”, otro invento de Jones. Era una ceremonia en la que el líder incitaba a los suyos a beber de un tonel de hierro, refresco de uva que se suponía envenenado con cianuro. Y los seguidores bebían para descubrir luego que todo había sido un juego.

No era lo único perverso que reinaba en la utopía. A Estados Unidos llegaron algunas denuncias contra el disparate: Jones se adueñaba de la vida de sus seguidores, retenía sus pasaportes y hasta sus medicinas, amenazaba a las familias de los eventuales desertores, controlaba los llamados telefónicos, censuraba la correspondencia y manejaba un pequeño ejército armado que patrullaba el complejo; además, impulsaba la delación para evitar fugas y deserciones. Los rumores hablaban ya de un deterioro perceptible en su salud mental, de su adicción a las drogas y de sus mensajes públicos en los que se comparaban con Jesucristo y con Lenin.

Quien tenía información de primera mano sobre la secta era el congresista Ryan, porque conocía a algunos de sus miembros, en especial a Deborah Clayton, hermana de Larry Clayton, tercera generación de la familia en el Templo del Pueblo: había llegado a la secta por influjo de su madre. Debbie Clayton había huido de Jonestown en mayo de 1978 y había firmado una declaración en Estados Unidos en las que afirmaba que la secta mantenía a más de mil personas en Guyana, contra su voluntad. Ryan decidió investigar y viajó el miércoles 15 de noviembre a Georgetown con un par de asesores, tres periodistas y un equipo de la cadena de televisión NBC. El viernes 17 se largaron, sin aviso y en un pequeño avión a Jonestown, para hablar con Jim Jones: los recibieron con alegres cantos religiosos, y después, los mataron a balazos.

Fue el sargento Medina quien me explicó el caos que había seguido a la matanza. Un caos que el cuerpo de Marines ni siquiera había podido encarrilar. Me llevó hasta los ataúdes apilados, de a tres y en hileras de tres, nueve ataúdes por bloque, cada uno con su número y su letra. Allí había que colocar a los muertos identificados, que no eran muchos. Habían revelado su identidad sus familiares que, de alguna forma, habían sobrevivido a la matanza, o quienes habían viajado de urgencia a Guyana para dar con los suyos. “Los soldados guyaneses hicieron todo mal: escribieron el nombre y apellido de esa gente en una etiqueta, con una letra y un número coincidente con el de un ataúd, y las colgaron del pulgar del pie de cada víctima. En dos días, la selva, el calor, la humedad y la lluvia habían diluido la tinta, descascarado el papel manila de las etiquetas. Hubo que empezar de nuevo. Contaron los cadáveres sin tocarlos, sin moverlos, sin saber que, bajo el cuerpo de los adultos estaban los chicos, los bebés… Nunca supieron siquiera cuántos muertos había”.

Setenta marines bajaban de los helicópteros los cadáveres, los alineaban en la pista, los desinfectaban y después los cargaban en tres camiones (Alberto Amato)

Los cuerpos sin identificar y sin ataúd designado, fueron a parar, todos a la base aérea de Dove, en Delaware, donde los forenses civiles y militares intentaron identificarlos por las huellas dactilares o lo que quedara de ellas. Cuatrocientos nueve cadáveres quedaron como NN y sin un lugar para ser enterrados, hasta que fueron aceptados por el Evergreen Cemetery de Oakland, que ofreció una tumba masiva: allí fueron sepultados el 11 de mayo de 1979, seis meses después de la masacre de Guyana. Medina me llevó a ver aquella tarde lo que él quería que viera; un ataúd gris perla con una leyenda: “Rev. Jimmie Jones 13B”.

El gobierno de Guyana miraba con recelo a Jones y a la gente que lo rodeaba, entre los que había algunos veteranos de Vietnam. Sospechaban que en Jonestown podía haber tráfico de armas. ¿Podía haber también agentes de la CIA? ¿Planeaba Estados Unidos meterse con el socialismo guyanés a través de Jim Jones? Lo que sucedió con el congresista Ryan, su llegada había levantado más sospechas, desató el pánico. A Ryan y a su comitiva les ofrecieron en Jonestown un desayuno de trabajo, al que no fue el reverendo, en el que entrevistaron a varios miembros de la secta, según recordó luego una de las asesoras de Ryan, Jackie Speier. “Eran casi todas mujeres, jóvenes, que dijeron vivir muy felices y que esperaban casarse con algún miembro de la secta”.

A la hora de la cena hubo un espectáculo musical en el pabellón principal de la granja utópica: casas de madera, literas marineras, techos con hojas de palma, un sitial reservado para Jones, que esa noche presentó a los periodistas y a Ryan, a un chico feliz: John Víctor Stoen, de seis años. El chico era hijo de Grace y Tim Stoen, miembros de la secta. Ambos la habían dejado en medio de una batalla por la custodia de John, porque Tim Stoen había firmado una declaración jurada en la que decía que el padre del chico era el reverendo Jim Jones, que se lo había llevado a Guyana. Esa noche, el chico fue mostrado a la prensa y al congresista Ryan. Jones le preguntó entonces si quería volver con Grace a Estados Unidos y el chico dijo: “No”. Al día siguiente, estaba muerto.

No todos los cadáveres iban a parar a los camiones. En la pista ya había apilados varios ataúdes con un número y una letra de registro: habían sido enviados desde Estados Unidos por los familiares de los muertos (Alberto Amato)

La reunión de la noche entre los inesperados visitantes y los miembros del Templo del Pueblo fue casi perfecta, hasta que uno de los periodistas que habían acompañado a Ryan dijo que uno de los miembros de la secta le había pasado una nota en la que le pedía ayuda. Speier recuerda que pensó: “Dios mío, lo que temíamos es verdad”. En media hora, más de cuarenta personas pidieron dejar Jonestown y a la secta y Ryan prometió alquilar un avión más grande y partir a la mañana siguiente a Estados Unidos.

El 18, Ryan enfrentó a Jones y le dijo que planeaba irse con quien quisiera acompañarlo. “Todo estaba a punto de estallar –recordó Speier– Salimos del complejo junto a esas personas y vi que la camisa del congresista estaba manchada de sangre: alguien había intentado cortarle el cuello con un cuchillo”.

En el aeropuerto de Port Kaituma y antes de subir a los aviones alquilados, la comitiva fue baleada por los miembros de la seguridad de Jones que habían llegado en un camión. Algunos disparos perforaron las ruedas de las aeronaves, pero la mayoría dio en el blanco buscado: Ryan, los periodistas Harris y Brown de la NBC, el fotógrafo Robinson y la desertora Parks. Murieron todos, además de otros desertores y uno de los pilotos. A Ryan lo desfiguraron luego a balazos.

Con aquella masacre en Port Kaituma, con un congresista asesinado en la pista de aterrizaje y con cuatro decenas de desertores en potencia, Jones comprendió que su utopía había terminado. Ese mismo sábado 18 ordenó el suicidio masivo de su comunidad. Todo quedó grabado en una cinta conocida hoy como “La cinta de la muerte”, recuperada por el FBI. En ella Jones dice a los suyos: “El congresista está muerto… El congresista está muerto y muchos de nuestros traidores están muertos. ¿Creen que nos van a permitir sobrevivir? No hay manera. No podemos sobrevivir. No vale la pena vivir así. Acabemos con esto ya. Terminemos con esta agonía”.

los marines contaron que los soldados guyaneses “contaron los cadáveres sin tocarlos, sin moverlos, sin saber que, bajo el cuerpo de los adultos estaban los chicos, los bebés… Nunca supieron siquiera cuántos muertos había” (Alberto Amato)

El gobierno de Guyana supo de inmediato que Ryan y los suyos habían sido asesinados en Port Kaituma. Y mandó al ejército a cercar la zona y a averiguar qué era lo que había pasado en la idílica Jonestown. Entre la niebla densa y la jungla espesa, en el amanecer del domingo, las tropas apenas pudieron creer lo que veían y hasta la llegada de los marines americanos, todo fue confusión. El sargento Medina reveló: “Tomaron las primeras fotos aéreas porque mandaron a sobrevolar la zona a una avioneta. Sobre esas fotos contaron los muertos: unos trescientos. Pero debajo de esos cuerpos había una segunda capa de muertos. Y debajo estaban los chicos, que fueron los primeros en morir. Nosotros tuvimos que pedir a Estados Unidos palas para nieve para despegar los cuerpos del terreno húmedo de la selva”.

La “cinta de la muerte” revela que Jim Jones dio instrucciones a los jefes de familia sobre cómo matar a los chicos y, luego a los ancianos; en muchos casos, usaron jeringas para obligarles por la fuerza a beber el refresco envenenado. Sus partidarios escuchan esas instrucciones terribles con atención. Luego aplauden. Algunas autopsias revelaron el uso de armas de fuego y puñales para acabar con la vida de quienes no aceptaban el suicidio, entre ellos y al parecer, Jim Jones.

Algunos suicidas dejaron una carta que justificaba, o intentaba hacerlo, su decisión. Una estaba firmada por Annie Moore, que adoraba al reverendo Jones. “Su amor por los seres humanos fue insuperable y fueron muchos en los que él puso su amor y su confianza. Pero lo abandonaron y le escupieron la cara”. Moore rogaba porque su carta no cayera “en manos de una persona con mentalidad fascista” y dejaba por escrito el porqué de su decisión: “Morimos porque ustedes jamás nos dejarían vivir en paz”.

Solo sobrevivieron 87 miembros de la sexta. El cuerpo de Jim Jones apareció con una bala. Había arreglado que uno de sus hombres de confianza que llevara un maletín con 300 mil dólares a la embajada soviética en Georgetown: se supone, entonces, que no tenía pensado morir

Sobrevivieron sólo ochenta y siete miembros de la secta, algunos de ellos por puro azar. Hyacinth Thrash, una mujer afroamericana de 76 años, estaba cansada aquel sábado 18 de noviembre. Se acostó a dormir y cayó en un profundo sueño. Cuando despertó, todos a su alrededor estaban muertos. Murió en 1995, a los 93 años. Otros lograron perderse en la selva. Fueron hallados por las tropas de Guyana días después.

Tim Carter salvó su vida porque Jones le encomendó una tarea especial: llevar un maletín con trescientos mil dólares a la embajada soviética en Georgetown, presumen los investigadores que con la esperanza de obtener asilo. Si es así, Jones no pensaba morir junto a los suyos y alguien lo asesinó. Carter fue hasta el interior del complejo para buscar el maletín y, cuando regresó al tinglado donde estaba el trono de Jones, encontró a su mujer, a su hijo, a su hermana, a sus dos sobrinos y a sus dos cuñados, que agonizaban envenenados. Huyó a la selva. Al menos eso es lo que dijo al FBI.

Leslie Wagner Wilson, su hijo Jakari, de tres años y un pequeño grupo de desertores de la secta fueron más previsores y escaparon de Jonestown ni bien llegó Ryan y su equipo de asesores y periodistas. Ella y su hijo sobrevivieron, pero en Jonestown murieron su madre, sus dos hermanos y su cuñado, que era uno de los guardaespaldas de Jones.

En los dos hoteles más importantes de Georgetown, El Pegasus y el Park Hotel, vivían dos bandos de sobrevivientes de la secta, los investigadores americanos y guyaneses, los oficiales de los marines y los periodistas. Asistíamos casi de modo irremediable a las acusaciones mutuas que se lanzaban unos y otros y que daban cuenta de una feroz lucha interna, incluso hasta de grupos armados, en la idílica sociedad de Jim Jones. Había mucho dinero en juego. Para empezar, los trescientos mil dólares que Carter debía llevar a la embajada soviética habían ido a parar a manos de la policía de Guyana, que se tomó su tiempo para devolverlo.

En la cabaña de Jones hallaron seiscientos treinta y cinco mil dólares, junto a dinero de Guyana por valor de veintidós mil dólares. También había una importante suma de dinero en cheques de la seguridad social americana, que los estadounidenses entregaban a su líder. Con el tiempo, los investigadores descubrieron que Jones tenía depositados siete millones de dólares en cuentas de bancos extranjeros, que fueron bloqueadas. Había más dinero en otras cuentas extranjeras que Jones mantenía en secreto en una lista codificada que guardaba entre las páginas de su Biblia. Ese libro sagrado no apareció jamás.

Jim Jones convenció a los padres para que primero mataran a sus hijos. En “la cinta de la muerte”, un video recuperado por el FBI, el líder de la secta da instrucciones sobre la matanza

Lo que disputaban los dos bandos eran los restos: dinero en efectivo, joyas, lingotes de oro, diamantes, objetos de valor que habían desaparecido. Uno de esos grupos respondía a Dale Parks, que había intentado desertar con el congresista Ryan y casi muere asesinado en Port Kaituma, donde mataron a su madre Patricia de un balazo en la nuca. El otro estaba encabezado por Carter, que había perdido a toda su familia.

El 25 de noviembre los dos grupos pidieron que fuesen ubicados en hoteles separados: todos estaban bajo arresto y custodiados, aunque tenían libre tránsito en las instalaciones del Pegasus y del Park Hotel, donde eran interrogados por las autoridades de Guyana y por el FBI. Hablaban entre sí con el lenguaje de la secta: medias palabras, frases empezadas que no terminaban cabeceos, miradas: en aquella gente nada era lo que parecía y todo tenía más significado que el que aparentaba.

Entrevisté a Tracy Lee Parks, hija Dale y nieta de Patricia Parks, asesinada en Port Kaituma. También la muchachita, delgada y con ojos de hielo, había intentado escapar junto a su familia y al congresista Ryan: “Yo estaba en el avión, pero no en el del diputado, sino en el avión más chico. Entonces ese hombre empezó a disparar. Escapé como pude y mi hermana Brenda me llevó hacia la selva. Estuvimos tres días sin comer nada. En los siete meses y medio que estuvimos en Jonestown estuve en una Noche Blanca, creo. O en dos. A veces había que tomar refresco a ver si nos moríamos. A veces teníamos que votar si nos mataríamos. Yo votaba que sí, pero nunca lo hubiera hecho”.

Cuando Tracy Lee habló de “ese hombre empezó a disparar”, se refería a Larry Layton. Era un fiel seguidor de Jim Jones y se metió en la comitiva del congresista Ryan para asesinarlo. Pero fue a parar al otro avión donde empezó el tiroteo que siguieron los secuaces de Jones desde el borde de la pista de aterrizaje. Es probable que los disparos de Layton hayan asesinado al piloto del avión y a Patricia Parks. Era un tipo bajo, rubio, vestido con ropas claras y la camisa siempre abierta sobre el pecho, que fue detenido por la policía de Guyana y era el más vigilado en el Park Hotel. Fue la única persona juzgada en Estados Unidos y condenada a prisión perpetua por las muertes en Guyana, acusado de conspirar para asesinar al congresista Leo Ryan. Pasó veintisiete años en la cárcel y fue liberado bajo palabra en 2002.

Alberto Amato en la puerta de donde estaba la secta Templo del Pueblo en la ciudad de San Francisco, Estados Unidos

El 27 de noviembre viajé a San Francisco, desde Guyana, para entrevistar a lo que quedara del Templo del Pueblo. No quedaba nada. San Francisco era ese día una ciudad arrasada. Su alcalde, George Moscone, que en su momento había apoyado a Jim Jones en su cargo político no electivo, había sido asesinado ese lunes por el concejal demócrata Dan White. White también había asesinado al activista por los derechos gay Harvey Milk, que años después encarnaría para el cine Sean Penn, dirigido por Gus Van Sant. Los asesinatos no estaban conectados con Guyana, que fue lo primero que se pensó.

El edificio central de la secta se alzaba en el 1859 del Geary Boulevard donde había que tocar timbre para que, a la larga, atendiera alguien. No había quién pudiera explicar lo que había sucedido en Guyana. Para sus fieles, gente de clase media, Jim Jones era poco menos que un santo, un hombre que había visto a Dios y que pregonaba Su mensaje. Lo decían con lágrimas sinceras en sus rostros demudados: no podían descifrar ni cómo era el hombre en el que habían confiado, ni cómo había sido que le entregaron sus vidas.

En la parte trasera del edificio, un espacio amplio de casi cien metros de largo, por veinte de ancho, enrejado y custodiado, cobijaba varios autos entregados por sus seguidores a la secta y una veintena de contenedores con los objetos de valor de los que también se habían desprendido.

“El congresista está muerto y muchos de nuestros traidores están muertos. ¿Creen que nos van a permitir sobrevivir? No podemos sobrevivir. No vale la pena vivir así. Acabemos con esto ya. Terminemos con esta agonía”, dijo Jones en la cinta de la muerte

Del Templo del Pueblo ya no queda nada. La comunidad entró en bancarrota en 1979 y se disolvió. Si alguien tenía que rendir cuentas, había muerto en Guyana. El hijo de Jim Jones, Stephan Gandhi Jones, y sus hermanos adoptados intentaron mantenerse cercanos con el paso de los años. Stephan tiene hoy 62 años, está casado y es padre de tres hijos. Tenía 19 años cuando la masacre de Guyana y estaba en Jonestown como jugador del equipo de básquet local. Se dedicó a los negocios en el norte de California. Participó en tres documentales: La verdadera historia, (2002); El abogado del pueblo – La vida y la época de Charles Garry, (2007); y Jonestown: las mujeres detrás de la masacre (2018).

De aquel edificio de la secta, en el Geary Boulevard de San Francisco, tampoco queda nada: fue destruido el 17 de octubre de 1989 a las 17.04 por el terremoto de Loma Prieta, que duró quince segundos, mató a 63 personas y dejó a otras doce mil sin hogar. Ahora funciona allí una oficina de correos.