Quedé desconcertado. En fracción de segundos, solo pensé: ¿qué quiere este ‘man’, que no acepta que un defensor rival como yo llegara en ataque hasta la zona de defensa de su equipo, que él ocupaba?
Por ESTEWIL QUESADA FERNÁNDEZ / eltiempo.com
Lo tenía identificado, no por su nombre, sino por su apodo: ‘El Babillo‘, y me llamó la atención que, a diferencia de los demás, jugaba con botas de cuero. Tenía pantaloneta muy corta y ‘amansa locos’ (camiseta fresca manga larga color crema, usadas por los cumbiamberos en Carnaval y campesinos del Caribe para protegerse del sol).
–¿Te asustaste? –me preguntó más serio, de inmediato… Y, de repente, cambió el semblante y explotó en burlona y larga carcajada.
–¡Sigue jugando, pelao! –me dijo, sin dejar de reírse, al tiempo que puso su mano en mi pecho para que iniciara el regreso a mi campo–. Te estoy mamando gallo…
Ocurrió una mañana de las vacaciones colegiales entre diciembre de 1972 y enero de 1973, en partido de bola de trapo (fútbol callejero), disputado en la entonces destapada calle 64 –bulevar que divide a los populares barrios de Los Andes y San Felipe–, entre las carreras 23 y 23 C, en Barranquilla.
Entonces, en San Felipe se denominaba sus carreras, entre las calles 64 y 68, de manera especial de la 27 a la 21 B. Nosotros, los de la 23 C, éramos ‘La 9’, unos pelaos entre 12 y 13 años que nos hacíamos llamar ‘Los Cracks‘, visitábamos a los de ‘La 10’ (23 B, que estaba en la mitad de la improvisada cancha).
Ellos eran jóvenes mayores en unos cuatro o cinco años, como Santrich, ‘Pico‘ y Nelson Viloria (representante a la Cámara por la UP entre 1994 y 1998), y otros más cercanos a nuestras edades, como ‘Guilligan‘ y ‘Escuriño‘.
Este recuerdo, el primero de persona a persona, se me viene a la mente ahora, cuando el pasado 17 de noviembre del 2020 se cumplieron 30 años del asesinato de Jesús Santrich, nombre que después un amigo suyo, el sucreño Seuxis Pausias Hernández Solarte, tomó al ingresar y llegar a la cúpula de la guerrilla de la Farc, ser prófugo de la justicia y miembro de la disidencia de ese grupo disuelto (y abatido este martes, según confirmaron las disidencias).
De ‘Juventud Chévere’
Un contacto previo, pero en grupo, fue meses antes. Recuerdo una tarde que se dirigió al ‘combo’ en que yo estaba sentado, en la esquina suroccidental de la carrera 24 con calle 65 B, donde años después encontraron 20 millones de pesos en billetes del ‘robo del siglo’ al Banco de la República de Valledupar.
Sentados del lado de la calle, lo vimos aparecer corriendo, bajando por la 24. Cruzó por la 65 B en busca de su casa. Gritó: ‘¡Viene ‘La chivita!’. Nosotros corrimos detrás de él.
Era la patrulla de la Policía, que perseguía a estudiantes por manifestaciones cerca a la Iglesia de San Felipe, en la calle 70 C, donde por esos días hubo, en una marcha, la quema de un furgón del Idema (años más tarde me enteré que estaba por el sector, y cuando llegó la Policía le tocó correr, perdiendo un zapato).
Un segundo contacto directo fue la tarde del 8 de octubre de 1974. Íbamos a salir al primer recreo en el Colegio Barranquilla, donde cursaba primero bachillerato, cuando nos invitaron a la calle, frente a la institución, alumnos de la mañana.
Eran miembros de la Juventud Comunista (Juco). Entre ellos, él –tenía botas como las que jugó fútbol, pantalón caqui y, como todos nosotros, tula de cuero– para hablarnos de que ese día y el siguiente se conmemoraba algo que yo desconocía: ‘La semana del Che Guevara’.
–¿En qué curso estás? –me preguntó al verme–. Ya no vas a jugar fútbol por la casa…
–En Primero F –le respondí–. Me mudé a la 27, allí mismo en San Felipe, el viernes de Carnaval del año pasado.
–¿Tú estudias aquí? Pensé que era en el Carlos Meisel –le dije, porque unos conocidos estudiaban con él y sabía que pertenecía a la Banda Musical (tocaba el redoblante).
–Sí, estudié en el Meisel hasta el año pasado –contestó–. Pero este año me pasé para acá. Estoy en quinto (se graduó al año siguiente, en 1975, en el Barranquilla, con un fiestón en que tocó el picó El Gran Che, y que con sus compañeros festejaron por tres días).
–¿Y eres de la Juco? –pregunté.
–Sí, pero de un ala diferente: soy de la ‘Juche’… –respondió, y, al ver mi expresión de no entender, remató en medio de una sonora carcajada –: ‘Juventud Chévere’.
Recuerdo que la reunión se acabó cuando sonó el timbre de final de recreo y nadie regresaba a clases, hasta que salió el Prefecto de Disciplina, Adalberto Ripoll, que resultó ser tío-abuelo de una tal Shakira, y dio la orden: «¡Todos adentro!».
Entre salsa y vallenato
Regresé a la misma casa de ‘La 9’ el primero de diciembre de 1974. Y nos enfrentamos unas dos veces más en bola de trapo, siempre utilizando él las botas de cuero, y ahora con pantalón largo.
Desde 1970 lo veía todo el tiempo (de noche, en días de semana; en tardes, los sábados; y por la mañana, los domingos) en casa de Isidora, una señora que vendía cervezas, chicha, cigarrillos y ron y que aún, con casi un siglo de vida, reside en el mismo lugar: calle 64 entre 23 y 23B, diagonal a la casa de los Viloria, sede de la verbena del Carnaval ‘Los Sicodélicos’.
Era más notorio los domingos, con cerveza en mano, y con unos personajes excéntricos, de su edad o mayores, cuyos nombres desconocía, solo sabía los apodos: ‘Cama Cama’, un negro que vestía de camisas de flores y zapatos de cuero brillantes; ‘Chau‘, todo risueño sobrino de Carlos Madachi –que vivía en la 22 D, ‘La 12’, y era apoderado del futuro campeón mundial de boxeo Prudencio Cardona, que luego se mudaría al sector–, y ‘Calanchín‘, el socio de todos y el tipo más hiperactivo que he conocido tomando ‘frías’.
Los domingos, cuando el sol pegaba de frente donde Isidora, cruzaban a la mitad del bulevar: allí había un tronco, donde todos se sentaban, menos el inquieto ‘Calanchín‘. Isidora era el punto de arranque para ir a los estaderos: La Cumbre y El Diviso (en San Felipe), ‘Tico’ Rubio (hermano del futbolista de la Selección Colombia ‘Toto’ Rubio), Apolo 8, El Malecón, La Isla Antillana (todos en las carreras 21 y 21 B) y a La Troja.
En La Cumbre, El Diviso y La Troja lo saludé muchas veces, cuando él compartía con amigos en común.
Uno de ellos, también asiduo visitante de Isidora, Juber de la Salas, me dijo por estos días que Santrich era salsero, que tenía dos temas especiales: ‘La cinta verde’, de Nelson Feliciano y la voz de Junior Córdova, y ‘Pacheco y Masucci’, de Pupi Legarreta y su Charanga.
«Viejo Juber –le dijo Jesús en La Troja, una vez que sonó ‘Pacheco y Masucci‘–, cuando usted escuche este disco, acuérdese de mí toda la vida». Y se levantó a bailar, como suele hacerse en los estaderos de Barranquilla, tirando pases en solitario.
Pero lo que pocos saben es que también escuchaba vallenatos en ‘El Cóndor Andino’, estadero de la esquina de la carrera 21 B con 61, porque acompañaba a ‘Pico’, uno de sus mejores amigos y su compañero de toda la primaria en la Escuela 14 de Los Andes y de los cuatro años de bachillerato en el Carlos Meisel, para ‘hacer sombra’ (ser visto) a una novia –hoy su esposa–, que vivía allí cerca.
«Siempre pedía el mismo tema: ‘El hijo de Patillal‘, de los hermanos Zuleta, y se ponía a llorar. Nunca le pregunté el motivo. Al rato, prendía un cigarrillo, y estaba como si nada», dice ‘Pico’, que lo califica como un gran estudiante, especialmente en biología, y que le conoció una novia en los tiempos del Meisel.
Una tarde estábamos tristes por la muerte de una vecina, Alejandrina Guzmán, llegando el sepelio al cementerio Calancala, cuando aparecieron las tradicionales ‘lloronas’
Aunque lo veía donde Isidora, recuerdo haber hablado dos veces más con él en el resto de los 70, en tardes de sábados de 1976, en un torneo de bola de trapo donde participé con Los Cracks, que tenía como cancha la 64 entre carreras 22 (‘La 13’) y 22 D (‘La 12’).
Ambas sobre el campeonato, una de ellas para burlarse de un amigo suyo de la universidad y del sector, ‘Cuquito‘, cuyo promocionado equipo mayor había sido derrotado por nosotros. «Pura maletas que se dejan joder de los pelaos», le dijo delante de mí.
«A todo le sacaba chispa y se reía. Era un burlón como nadie… Él participaba de las travesuras que le hacíamos a Isidora, como acostarle a un borracho en su cama en su ausencia (en un Carnaval), o emborrachar a su esposo y pagarle la cuenta con su propia plata del ‘plante’ (también en Carnaval) o llevarnos unos bocachicos que tenía preparados. Y eso que Isidora nos daba crédito para tomar», recuerda ‘Calanchín‘.
Enrique Silva, amigo en común de ‘La 10’, que agrega a la lista de música de salsa preferida el tema ‘Paula C’, de Rubén Blades, manifiesta que con todas las maldades que le hacía Jesús a Isidora, la señora lo quería como a nadie. Por eso, lo llamaban ‘El ahijado de Isidora‘.
«Una tarde estábamos tristes por la muerte de una vecina, Alejandrina Guzmán, llegando el sepelio al cementerio Calancala, cuando aparecieron las tradicionales ‘lloronas’, que derraman lágrimas por los muertos desconocidos a cambio de unos pesos. Como siempre, preguntaron por el nombre del muerto. Jesús contestó: ‘Isidora Fuentes…’. Todos soltamos la risa por la ocurrencia», dice Silva.
El ‘pechiche’ de la casa
La mañana del sábado 12 de abril de 1980, cuando ya tenía tres meses en el periodismo, asistí a un examen como aspirante a la Facultad de Derecho de la Universidad del Atlántico.
Estaba en el salón, antes de inicio, cuando apareció él y Ernesto Ramírez –licenciado en Ciencias Sociales y miembro de la Juco, uno de sus grandes amigos que vivía en ‘La 10’–. Ramírez, fallecido hace dos años, me dijo que si se ofrecía algo, a la orden. «Ya sabes, Estewil», me dijo Santrich, pero no entendí a qué se referían.
La Uniatlántico era parte de su vida. De allí se graduó en Biología y Química y luego comenzó a estudiar Derecho. Por el sector, siempre lo veía caminar erguido, en jean, suéter de cuello alto y mangas cortas y zapatos deportivos o botas. Cargaba mochila arahuaca marrón, de picas negras, que sus amigos decían tenía llena de pinceles, pintura, lápices, borradores de nata, papel periódico y una regla T plástica.
No ejercía su carrera, sino que como era creativo, elaboraba afiches, pancartas, pasacalles. Su lugar de trabajo era la sede de Adea o las de los sindicatos, o la de la misma Juco.
Su talento lo exhibió pintando en lo alto a la entrada de la universidad, por 1983, a Simón Bolívar, con una frase relacionada a su lucha contra la opresión. También pintó, en el mismo lugar, al Che Guevara. Firmaba Jesan.
Ese año, después de dos de la tarde en día de semana, subí caminando por la carrera 23 (‘La 11’) –nunca tomaba esa vía–, cuando lo vi tirado y con el torso desnudo sobre una estera, en un piso alto, debajo de un árbol de mango. Era una casa que, al costado izquierdo, tenía un apartamento y cerca a la puerta de este otro árbol, pero de almendra.
–¿Tú vives aquí? –le pregunté–. Pensé que vivías donde Isidora, siempre te veo que sales de allá.
Después de soltar una carcajada, respondió:
–Esa es mi segunda casa. La propia es esta, nací y he vivido aquí toda mi vida. Soy bautizado en la iglesia de San Felipe… Mira, estoy haciendo crucigramas de EL TIEMPO, que sí son difíciles. Tú haces los de El Heraldo Deportivo, ¿verdad? Yo de deportes no sé mucho…
Enrique Silva, el amigo en común que le conoció una novia en la universidad, me confirmaría después: «Su papá es un mecánico del mismo nombre que vive por Soledad y su mamá se llama Alicia Núñez, que vive en Maracaibo, donde ella tiene otro hijo (Adolfo). Ella viene cada fin de año. Es el consentido de esa casa, por su abuela Gregoria Núñez de Núñez, a quien llama ‘Mama Grego’, y por su tía Bertilda Núñez, que vive con su esposo Luis Sierra y sus hijos: Alicia, Gregoria, Édgar, ‘Marzo’ y ‘Nikita’. Tú conoces a estos dos últimos».
Tan consentido, me diría alguna vez Bertilda (hoy con 93 años), que lo atendía a diario, que era el único miembro de la casa que tenía plato de loza exclusivo. «Dormía en el último de los tres cuartos grandes con mis tres hijos. Lavaba sus propios jeans con cepillo, porque quería que destiñeran. No tomaba café, sino jugos… A mi esposo, su papá de crianza, le gustaba la pelea de gallo en el barrio La Manga. Cuando perdía uno de los suyos, lo traía a casa para el almuerzo, pero Jesús decía: ‘Yo no quiero gallo peleado’. Había que prepararle comida para él solo».
En esa casa durmieron, después de borracheras, su mejor amigo que no vivía el barrio, Máximo Noriega, curtido dirigente político, y el futuro alcalde de Barranquilla, Guillermo Hoenigsberg, ambos de partidos políticos de izquierda.
Recuerdo con cariño
En los 80, donde Isidora ya no lo llamaban ‘El Babillo’, sino Jesús o Santrich. Pero a veces lo llamaban ‘Cara de zorra’. ‘Mario Boli’ (Mario Ferrer), el único integrante permanente del grupo que desde niño conocía su nombre porque su mamá era amiga de la mía, fue quien lo ‘bautizó’ así, según me dijo él mismo la tarde del 13 de febrero de este año, en el cementerio Jardines de la Eternidad, en el sepelio de ‘Chicho‘ Mora, un amigo en común.
Iban a pescar a Bocas de Ceniza de noche para amanecer. Jesús no pescaba, pero le gustaba ir para estar en la recocha. Lo encargaban de cuidar la comida que llevaban. Un día no sacaron nada y cuando iban a repartir la comida, vieron que no había y él estaba masticando.
«El hp del ‘Cara de zorra’ este se ‘mamó’ la yuca… Pero te jodes, porque ahora no tomarás nada y te quedarás atorado hasta llegar a casa», dijo ‘Mario Boli‘, que murió el pasado 21 de mayo.
La última vez que lo vi fue entre finales de octubre y principio de noviembre de 1990, cuando sacaba unas copias de un trabajo que ganó el Premio Nacional de Periodismo Deportivo Postobón, por los lados de la Uniatlántico.
Él, de 1,68 metros de estatura y 64 kilos, aproximadamente, pasó y nos saludamos, como siempre, levantando los brazos. Justo, a escasos 50 metros del lugar, en El Decanito, donde los universitarios armaban parrandas los fines de semana, la madrugada del sábado 17 de noviembre fue asesinado a bala por José Mauricio Solarte Duarte, agente del DAS, tras hechos confusos.
«No era peleonero –dice su amigo ‘Pico’–. Recuerdo que el 8 de diciembre de 1980, como a las tres de la tarde, estábamos en ‘El Cóndor Andino’, amanecido y llenos de maicena, después de la fiesta de velitas, y yo me atravesé donde mi novia.
«Él se vino atrás y mi suegro, al verme en ese estado, consideró que era una falta de respeto mi presencia. Me tiró un golpe, pero me aparté y le pegó a Jesús. Su respuesta fue decirle: ‘Soy muy educado, pero usted me agredió’. Dio media vuelta y se fue conmigo a seguir tomando».
La muerte de Jesús Francisco Santrich Núñez, nacido el 23 de enero de 1956, es decir cuando tenía 34 años, fue muy sentida. Velado en casa, fue sepultado la tarde del lunes 19 de noviembre, para darle chance a su madre que llegara de Venezuela.
Lo llevaron en hombros hasta el cementerio Universal, con temas musicales, ‘La cinta verde’ y ‘Juan González’, escuchándose en altoparlantes, en quizás el más concurrido sepelio en San Felipe en todos los tiempos, con unas 2.000 personas.
Los movimientos de izquierda consideraron el caso como un crimen político. Y así lo expresaron en el recorrido, que quiso llegar a la sede del DAS, ubicada en la calle 54 entre carreras 41 y 42. Pero tocó cruzar por la 54 con 38, porque la vía estaba cercada para evitar el paso hasta esas dependencias.
Su amigo Ernesto Ramírez iba al frente de recorrido repitiendo, una y otra vez, megáfono en mano, «¡Sí, señor, cómo no, el Gobierno lo mató!».
Al año siguiente, en 1991, Seuxis Pausias Hernández Solarte ingresó a la guerrilla de la Farc y se hizo llamar ‘Jesús Santrich’, como homenaje a su amigo universitario, con quien había tomados cerveza, donde Isidora, para ‘calentar motores’ en una noche de sábado entre 1987 y 1988.
«… Fue hasta 2012 que su nombre empezó a aparecer en titulares de prensa. Ocurrió en Noruega, la primera sede de los acuerdos (de Paz)», escribe en su excelente libro ‘Las batallas perdidas de Santrich’, la periodista Diana María Pachón.
Hoy, tres décadas después de su partida, sus amigos lo recuerdan con cariño, expresando, eso sí, que no merecía esa muerte.
‘Pico’ fue el último de San Felipe en verlo con vida, el viernes 16, como a las 5:00 de la tarde, cuando regresaba del trabajo, en la esquina de la 21 B con 64, frente al estadero La Candelosa. Santrich, que acababa de salir de su casa e iba en la otra acera del bulevar, donde queda una supertiendas Olímpica, lo vio y cruzó la calle.
–‘Pico’: hazme la ‘segunda’ para tomarnos unas ‘frías’ –le dijo Santrich–. Te acompaño a tu casa para que te cambies (estaba en ropa de trabajo).
–Hoy, no, Jesús. Tengo un dolor de cabeza insoportable –respondió ‘Pico’, que al llegar a su casa se tomó una pastilla de Ponstan y se durmió.
Temprano, el sábado, el barrio amaneció sin agua. ‘Pico’ regresaba con un balde lleno del líquido del patio al baño, para bañarse, cuando se encontró de frente con un hermano suyo, que sabía que él salía a tomar con Santrich a ‘El Decanito’ (había ido dos veces).
–¿Anoche con quién estabas tú tomando? –le preguntó el hermano.
–Con nadie –respondió ‘Pico’–. Me acosté temprano. ¿Por qué?
–Esta madrugada mataron a Jesús Santrich.
El balde de agua rodó por el suelo y ‘Pico’ estalló en llanto, como ahora, cuando recuerda aquello…