De ser asistente en un quirófano de El Tigre, en Venezuela, a dormir en las calles de la ciudad brasileña de Boa Vista. La ilusión de María de una vida mejor en el país vecino ha demostrado ser nada más que eso: una ilusión.
«Vinimos para buscar refugio, no para ser indigentes en la calle», se lamenta esta mujer de 42 años y cabello oxigenado, recostada junto a su marido en una hamaca paraguaya colgada entre dos árboles de una avenida poco transitada cerca del centro de la ciudad, capital del estado de Roraima, a 200 km de la frontera.
De acuerdo con datos de la alcaldía de Boa Vista, de unos 300.000 habitantes, alrededor 25.000 venezolanos viven actualmente en la ciudad, 2.500 de ellos en la calle.
María y su esposo Carlos -que piden ser identificados con nombres ficticios para resguardarse de posibles represalias-, ambos en sus 40, parecen cansados.
Hace tres meses cruzaron la frontera y caminaron cinco días para llegar a Boa Vista, con la intención de buscar trabajo para enviar dinero a su familia en Venezuela.
Hasta ahora, no lograron ninguna plaza en los refugios para inmigrantes y no pudieron reunir un céntimo.
En vez de eso, viven con miedo de sufrir ataques, como los de este mes en la limítrofe Pacaraima, cuando centenas de venezolanos fueron desalojados violentamente por vecinos de la ciudad.
Desde esos ataques, la tensión en Boa Vista aumentó y María y Carlos no se atreven a mostrarse solos.
En Venezuela «sí trabajábamos, pero el salario de 15 días nos alcanzaba para comer uno o dos días (…) Pasamos hambre. Yo me iba a trabajar sin haber comido por tres días, llegaba al quirófano muerta de hambre, estaba flaquísima», cuenta la mujer. Ahora ha ganado algunos quilos con el plato diario de arroz con frijoles que les entrega la iglesia, a la vuelta de la esquina donde acampan.
Carlos, que lleva tres días con diarrea, se quiebra al admitir que en alguna ocasión han tenido que salir a buscar comida en la basura.
«No estamos haciendo nada, viviendo en la calle, enfermándonos», se avergüenza.
Por eso quieren regresar, aunque por ahora no tienen dinero para hacerlo. «Pienso que tenemos un futuro y hay que buscarlo, pero aquí no lo veo», resume ella.
– ‘P’alante’ –
Al otro lado de la calle, una familia más numerosa acampa sobre palés de madera, donde acumulan colchones, utensilios de cocina, ropa y juguetes de sus niños pequeños.
«La situación está fuerte, por los nenes. Tenemos que conseguir, buscar para que ellos puedan comer, para nosotros poder comer», dice a la AFP Johan Rodríguez, un albañil de 34, que no ha conseguido trabajo para sustentar a su pequeña hija y a su esposa embarazada.
Rodríguez y su prole llegaron hace un mes. Rafael Godoy, un venezolano que lleva más tiempo en la ciudad, los ayuda en lo que puede.
Camarero en la isla de Margarita, a sus 39 años decidió aventurarse solo hacia Brasil para darle una vida mejor a su mujer y su hija de nueve meses, que se quedaron en la isla.
Después de pasar un mes y medio en la calle, un policía brasileño lo «adoptó» en su casa, que Rafael comparte con dos familias de venezolanos.
Con la ayuda de brasileños y algunos trabajos que le surgen cada tanto, logra sostenerse mínimamente.
«Me tocó cuidar a un señor en el hospital. Me pagaron el día y todo ese dinero lo envié para Venezuela», donde su mujer pudo pagar la comida de dos días.
Rafael se mueve por Boa Vista en una bicicleta de segunda mano que obtuvo de regalo. Exhibe con orgullo el único adhesivo que hay en el cuadro: la palabra «Jesús».
«Con el favor de dios, si me sale la oportunidad, iré para donde pueda irme. Vine a luchar, no me vine a plantar aquí», dice, con una sonrisa optimista.
Espera obtener en los próximos días su habilitación de trabajo para irse a probar suerte a Brasilia.
«No creas que no. Hay veces que flaqueo, que me dan ganas de volverme. Pero estoy aquí por mi hija. Vamos p’alante», se consuela.
AFP