La supuesta paciente cero que diseminó la pandemia de SARS-CoV-2 en el Ecuador arribó a Guayaquil el pasado 14 de febrero en un vuelo de Iberia, procedente de Torrejón de Ardoz, un municipio de Madrid.
El sistema de salud ecuatoriano identificó su caso como positivo el 26 de febrero, cuando su salud se tornó crítica y debió ser entubada.
La entonces ministra de salud Catalina Andramuño, una funcionaria seleccionada de forma política para gestionar más negocios que las necesidades de sanitarias, informó que se había constituido un cerco epidemiológico alrededor de la familia y amigos de la paciente. Parecía un protocolo del primer mundo, controlado, con bajo número de casos.
Pero era un espejismo: mientras funcionarios armaban un discurso técnico sobre el cerco que rodeaba a esa paciente, a Guayaquil entraban centenas de personas de todas las latitudes del mundo. Ninguno de los viajeros fue controlado por las autoridades de salud y de seguridad. La Dirección de Aviación Civil no pudo determinar cuántas personas ingresaron a Ecuador desde el 14 de febrero, ni siquiera tenía el dato.
Los viajeros diseminaron el mal, mientras las autoridades vigilaban su propia burbuja. Guayaquil es un puerto dinámico al que migraron ecuatorianos de todas las condiciones, es el motor de la economía privada y refleja las complejidades e inequidades del Ecuador. En el corazón de la cuidad se encuentra uno de los centros comerciales informales más grandes de Sudamérica, se vende todo tipo de productos chinos, en almacenes regentados por ciudadanos de ese país: sin duda fue el centro de expansión de la epidemia.
El 13 de marzo se activó el Comité de Operaciones de Emergencia y 10 días después, el 23 de marzo, día en que murió la falsa paciente cero, las autoridades entendieron que su cerco epidemiológico era una fantasía. Ese día se habían identificado 981 casos, que por su puesto era un subregistro generado por la incapacidad de tomar muestras y obtener resultados.
El primer colapso del sistema de salud está marcado sobre todo en la incapacidad de diagnóstico del coronavirus, luego porque el propio sistema de atención estaba excedido antes de la pandemia y finalmente por la cerril inacción de recoger los cuerpos.
Una muerte tras otra
El primero de abril el gobierno de Lenin Moreno no tuvo otra alternativa que aceptar el subregistro que existía en las cifras de contagios y fallecimientos. Sucedió cuando los cadáveres ya se descomponían en varias zonas de Guayaquil, urbe tropical expuesta a temperaturas de 33 grados Celsius en el día.
Es ese subregistro el que llevó a epidemiólogos a tratar de establecer cifras cercanas a la realidad, un ejercicio publicado en periodismodeinvestigacion.com dio cuenta que el número de infectados a esa fecha era de 10.000 personas y la mortalidad podía rondar el 14,4%, muy superior a Italia.
Las cifras no resultaron descabelladas cuando se supo que en la primera semana de abril se levantaron 500 cuerpos en Guayaquil. “Los cadáveres se descomponen en las casas y en las calles, no puedo imaginar cosa más extrema que esa”, escribió en diario Expreso el periodista Roberto Aguilar.
Eso no fue un problema para el gobierno hasta que la prensa internacional desnudó la inacción con imágenes brutales de los cuerpos olvidados.
Cofres mortuorios embalados en film plástico aguardaban en garajes, se los miraba a través de los ventanales enrejados que carecen de cristales para permitir el ingreso de la brisa, en las puertas entreabiertas de pequeñas viviendas e incluso de los comercios de las zonas más pobladas, siempre cercanas al estero salado, un sistema hídrico cubierto de manglar que bordea los suburbios.
Alguien, en un acto desesperado levantó un nicho mortuorio con cemento y bloques de hormigón al interior de un hogar, como respuesta a la incertidumbre de no saber si sería el cuerpo retirado.
Si las imágenes perturban, el olor es inenarrable
Los deudos que lograron sortear los tramites funerarios debieron enfrentar el escenario de esperar en camionetas, con los féretros en los baldes, por horas y horas hasta ingresar a un campo santo.
Nunca antes la población se había enfrentado con tanta indignidad a los ritos funerarios de quienes amaron.
La magnitud de la crisis también se mide además en el número de servidores sanitarios contagiados: 1600 entre médicos, enfermeros, tecnólogos y otros. El Colegio de Médicos de Guayas informó el 8 de abril que 53 profesionales habían perdido la vida.
Quienes se encuentran en la lucha por sobrevivir enfrentan también la realidad. La activista Martha Roldós, escribió en descarnada crónica la historia de los guayaquileños titulada Morir en Guayaquil. “¿Qué es lo cierto?”, se preguntó: “El viacrucis de Estefanía, de ir de hospital en hospital llevando a un señor de tercera edad que no satura ni al 80% para que en todos le digan que no tienen reactivos y tener que regresar con él, derrotada a la casa para luego suplicar por plaquinol y un tanque de oxígeno”.
A medida que los contagios evolucionan en neumonía y la hipoxemia es evidente en los pacientes, cada familia busca con desesperación oxígeno. En Guayaquil, un botellón se valora en $700 dólares y aún si la familia tiene ese dinero, todos se encuentran ocupados.