Comala en Moncloa

El autor defiende la importancia de las librerías y, en especial, la reapertura del Fondo de Cultura Económica

El ánimo con el que nace esta columna va envuelto en su nombre: llegar al café de siempre, peinar el mármol de la mesa con la mano extendida y compartir con los amigos de tertulia la vida que se habla, las noticias que se cuentan y las palabras que se mojan en el café como churros o se vuelven aperitivo de mediodía. Llegar hoy mismo y celebrar que se cumplen cuarenta años del Fondo de Cultura Económica en España y recordar que hubo un ayer en que los libros de ese sello se tenían que vender envueltos en papel como si fueran anónimos regalos para el saber de toda una generación que ansiaba despertar de entre las largas sombras de una época gris, de una dictadura que intentó de más de una manera mermar el pensamiento y las opiniones de toda una generación de España.

El escaparate del Fondo de Cultura Económica ha sido y es la librería Juan Rulfo de la calle Fernando el Católico en Moncloa. Comala en Moncloa es pues metáfora de los fantasmas que hablan en los estantes, todas las voces de los amigos entrañables de ayer y hoy que han tendido puentes entre Iberoamérica y la Península con todas sus Españas: aquí el espectro del propio Rulfo que decía que los cuentos había que narrarlos de una sola sentada… y ya luego, llevarlos a la peluquería de una personal edición para corregirlos. Así la librería también se crece como relato: cuatro décadas después, la ventana que abrió Arnaldo Orfila Reynal ha sido reabierta por José Carreño Carlón —con la presencia de la embajadora Roberta Lajous— y el anuncio de que la señora Manuela Carmena ha comprometido ya un espacio para un nuevo centro cultural que en un futuro ya muy próximo será el lugar que teníamos pendiente México y Madrid: no sólo otro santuario de libros, sino un espacio donde florezca y transpire la vasta y ancha cultura que nos une, la que platicamos de sobremesa y charlamos al andar.

La vida de una librería se mide en lectores, además de ventas. Se contabiliza en libros pero también en el rostro de quien nos orientó una tarde de frío por las páginas perfectas de un ensayo de Octavio Paz, esa precisa novela de Carlos Fuentes o los cuentos de un tal Jorge Ibargüengoitia, pero también en que no se olvidará jamás la necia manía que tenían algunos radicales empecinados que llegaron a romper cristales e intentar quemar los libros en una época prohibidos por un régimen de amnesias. Así que por hoy, pido el café sonriendo, que pienso abrir las páginas del mismo libro que leí hace años por obra y gracia de haberlo hallado en la entrañable librería mexicana donde literalmente hablan mis muertos y deambulan ya mis hijos.

 

JORGE F. HERNÁNDEZ/El País