Paula Díaz relató qué sucedió cuando un hombre casi le quita la vida en el estacionamiento del Centro Comercial San Ignacio, en Caracas
Paula Díaz es una joven actriz y locutora venezolana, estudiante del séptimo semestre de Comunicación Social, que hace un par de meses tuvo una mala experiencia en el estacionamiento del Centro Comercial San Ignacio, donde un hombre la abordó cuando iba a ingresar a su vehículo y por poco le quitó la vida.
El hecho ocurrió el pasado 25 de julio, y recientemente la joven escribió su testimonio en el portal Prodavinci, donde puede leerse cómo este abominable sujeto la atacó sin piedad y todavía sin explicación aparente, porque apenas sustrajo “un bolsito en el que guardaba mis agendas, un cuaderno con todas las anotaciones de mi día a día, mi cartuchera, y mi portacosméticos”, relató Díaz.
Dicho episodio marcó la vida de Paula, ya que se enfrentó a la muerte y sobrevivió de milagro según los propios forenses quienes le explicaron que habían visto antes ese tipo de lesiones “pero en cadáveres”, además de presentar “máscara petequial, un síntoma clarísimo de las víctimas de asfixia”, explicó la joven.
A continuación el relato íntegro de Paula Díaz, la actriz venezolana que fue “asesinada” sin saber por un desconocido sin saber el porqué:
El miércoles 25 de julio, un hombre quiso matarme. Cada vez que cierro los ojos recuerdo al hombre que me atacó. Cuando llegué a casa mi mamá me dio pastillas para dormir, pero a cada tanto me despertaba con taquicardia y crisis de pánico. Al día siguiente también dormí a punta de pastillas, de día y de noche.
Mi nombre es Paula Díaz. Me dicen Poly. Soy actriz y locutora. Hace algunos años empecé a hacer talleres de improvisación teatral. Tenía muchos amigos que hacían stand up y me dijeron que debía intentarlo. Así que lo hice. Desde entonces ando en eso. En 2016 fui productora y locutora del programa El último round, en la 92.9 FM. Empecé a acompañar a Ronald Van Der Monty y Tom Monasterios en El monstruo de la mañana cada vez que me llamaban, y después La Mega me pidió hacer Sport Bar con Henrique Lazo. En enero de 2018 cambiaron la programación de La Mega y comencé en 5 minutos más, con el profesor Briceño y Rey Vecchionacce. También estudio en la universidad. Voy en el séptimo semestre de Comunicación Social.
El 25 de julio fui a la Escuela del Humor, en el Centro Perú de Chacao, porque tenía ensayo de improvisación. No tenía efectivo para pagar el estacionamiento en el que siempre guardo mi carro, al otro lado de la avenida. Así que dejé mi Aveo por primera vez en el centro comercial San Ignacio, donde podría cancelar con tarjeta. Salí del ensayo más temprano que de costumbre. Eran cerca de las 4:20 de la tarde. Debía ir a un casting. Luego tenía que hacer la diligencia para comprar un caucho de repuesto, que me habían robado días antes. De regreso al centro comercial recordé que llevaba unas cotufas en la lonchera. Me las comí mientras caminaba.
Pagué el ticket del estacionamiento y consulté la hora en el celular. Eran las 4:24 de la tarde. El lugar estaba muy solo. Mientras bajaba al sótano dos, vi a un hombre de pie frente a un carro. No tenía llaves en las manos. Me pareció extraño. Él se dio cuenta de que lo estaba observando. No le di mayor importancia porque no quería que notara mis nervios. Caminé rápido sin dejar de mirar atrás. Cuando giré por tercera vez no lo vi. Pensé que la angustia era solo paranoia, que no corría peligro. “Paula, estás loca”. Sentí alivio. Llegué a mi carro, estacionado en una esquina al final del sótano. Abrí la puerta. Lancé la cartera al asiento del copiloto y me acomodé en mi puesto. No me di demasiada bomba. Entonces giré hacia la izquierda y lo vi. El tipo estaba de pie en la puerta del auto, todavía abierta.
Se abalanzó sobre mí. Me agarró por el cuello con las dos manos. Comenzó a estrangularme con toda su fuerza. No me dio tiempo de gritar. Sin dejar de asfixiarme, me empujó hacia adentro. Quedé acostada sobre los dos asientos. Sus manos eran grandes, muy grandes. No me soltaban. Era un hombre fuerte, de cara cuadrada. Estaba vestido con una chemise amarillo crema, con franjas rojas en el pecho y unos jeans. Su cabello era corto y marrón. Se veía limpio. A primera vista podría pasar desapercibido. Pero cuando estuvo sobre mí me pareció el hombre más malo de todos.
No me pedía nada, no tomaba nada, no robaba nada. Simplemente me estrangulaba dentro del carro. Me resistí. Intenté gritar, pero no podía. Presionó más fuerte mi cuello. “Cállate, maldita, perra”. Intenté hacer fuerza con mis rodillas para empujarlo. Él apretó más. Intenté patearlo para separar su cuerpo del mío. No cedía. Sentí cómo me orinaba en los pantalones. “¡Maldita, cállate!”.
Rasguñé su cara. Conseguí meter mis dedos en su boca y sujetarlo por los dientes por un momento. Hice un esfuerzo por llegar a sus ojos. Quería apretarlos y vaciarlos. Imaginaba que clavaba mis dedos en ellos. Pero mis brazos no llegaban. Tampoco podía elevar mi torso. Miré sus ojos marrones fijos en mí y supe que me quería matar. “¿De verdad voy a morir de esta forma?”.
Miré hacia atrás y estiré mis brazos tanto como pude para llegar a la manilla de la puerta del copiloto. Pero fue imposible alcanzarla. Sin despegar sus manos de mi cuello, me sacudió contra la puerta y los asientos. Era mucho más fuerte que yo, y no importaba si me resistía. Mido 1,60 metros. Peso 56 kilos. No podía más. Pensé en mi mamá.
Dejé de mover mis piernas. Luego dejé de luchar con mis brazos. No podía seguir dándole batalla. Pensé: “Soy Paula, tengo 22 años. Me asesinó un tipo y no sé por qué”.
Miré hacia el techo del carro y, de pronto, todo se desvaneció. Solo veía un fondo negro con puntitos blancos en el medio. Era como una habitación con las luces apagadas. Quería salir porque me daba miedo. ¿Así se siente la eternidad? Repasaba en mi mente lo que había sucedido. Primero estaba frustrada. Después sentí quietud. “Estoy muerta, ¿ya qué puedo hacer?”. Finalmente me resigné.
Cuando abrí los ojos comprendí que estaba en mi Aveo. Tenía los seguros de las puertas abajo. Seguía estacionado en el centro comercial. Estaba sola. Revisé mis cosas. El celular y el monedero estaban allí. Sólo se llevó un bolsito en el que guardaba mis agendas, un cuaderno con todas las anotaciones de mi día a día, mi cartuchera, y mi portacosméticos.
Sentía un dolor muy fuerte en la garganta. Me ardían los ojos como si tuviera fiebre. Estaba muy cansada y mareada. No sé cuánto tiempo estuve inconsciente. Lo primero que hice cuando volví en mí fue revisar mi entrepierna. Tenía miedo de que el hombre me hubiese violado. No me dolía nada. Supuse que era una buena señal.
Sabía que tenía que salir del carro. Abrí la puerta y corrí hasta donde me daba el cuerpo, como si él estuviese todavía detrás de mí. “¡Auxilio, por favor!”. Grité durísimo varias veces, pero no apareció nadie. Me desplomé. Las rodillas me dolían como si hubiese corrido un maratón. Bajé la cabeza y miré el suelo mientras lloraba. Vomité. Salían los restos de cotufas mezcladas con sangre. Mucha sangre.
Un hombre se acercó. “¿Qué pasó? ¿La robaron?”. Llegó un vigilante:
—Shhh, cálmese. Usted solo sufrió un percance.
—¡Yo no he sufrido ningún percance! Acabo de sufrir un intento de homicidio. Hay un demente suelto que jura que me mató. ¡Por favor, llamen a mi mamá!
Me rodearon como quince guardias de seguridad. Cuando el hombre me atacó no había ni uno en el estacionamiento. No tenían radios ni idea de qué hacer. No activaron un protocolo de emergencia. Sentía que era una mujer loca y que ellos estaban desesperados por calmarme, porque hacía un show.
Cuando se comunicaron con mi mamá no me dejaron hablar con ella. Argumentaron que yo estaba muy mal, muy nerviosa. Mi mamá no comprendió lo que había ocurrido. Ni siquiera los guardias lo entendían bien. A ella y a mi novio les dijeron que debían buscarme en el centro comercial San Ignacio y solo lograron asustarla. Con la ayuda de un contacto, pidieron apoyo al Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas. Creyendo que me habían secuestrado, mi mamá llegó junto con tres funcionarios. Eran hombres intimidantes. Estaban armados.
Luego llegó mi novio y su papá, y nos llevaron a la sede del CICPC en Chacao. Eran cerca de las 6:00 de la tarde. Uno de los oficiales insistía en que si quería ser atendida debía calmarme. “Quiero que sepas que lo último que me importa ahora es calmarme. Deben tomar mi declaración calmada o no”. No paraba de llorar.
La oficina no estaba sucia ni olía mal. Pero el ambiente estaba tenso. Nadie podía acompañarme mientras daba mi declaración. Una muchacha tomó mi denuncia. Era neutra, apática. Simplemente hacía su trabajo. Era como inscribirse en la universidad. Preguntó mi nombre y mi número de cédula. Luego comenzó el interrogatorio. ¿Te robaron? ¿Te violaron? Respondí que no. Entonces me preguntó si me había metido con el hombre de alguien más, si había discutido con mi novio o si tenía problemas con mi ex. “¡No! ¡Maldita sea! No es un crimen pasional”. Ella actuaba como si no me creyera.
Dos detectives nos acompañaron de regreso al centro comercial. Descubrieron que en todo el sótano dos del estacionamiento solo había una cámara, en el medio. El grupo de vigilantes aseguró que el agresor estaba identificado. Pero se negaron a mostrar el material de las cámaras al CICPC hasta que el oficio incluyera el análisis forense, un retrato hablado y un examen psicológico.
Me examinó una doctora en la medicatura forense de Bello Monte. Luego un médico privado. El trato en la morgue fue distinto. Esta vez no hubo ligereza frente a lo que veían. Desde el muchacho que llenó la planilla de mi ingreso hasta la doctora parecían afectados. Confirmaron que no hubo violación, pero estaban sorprendidos por mis moretones.
La doctora dijo que había visto antes ese tipo de lesiones, pero en cadáveres. También en mujeres que eran maltratadas por sus maridos. Comentó que ese era el contexto habitual. Eso me preocupó muchísimo. Yo tenía algo llamado máscara petequial, un síntoma clarísimo de las víctimas de asfixia. Todo mi rostro y mi cuello estaban morados, con pequeños puntos rojos. Mis encías también se veían igual. Tenía los ojos rojos porque se me rompieron los vasos oculares. También presenté hematomas en la espalda, las piernas y las muñecas. Gracias a las observaciones de la forense, la comisión de homicidios del CICPC le prestó atención a mi caso.
Pasaron tres días antes de que los vigilantes del centro comercial aceptaran mostrar las grabaciones. Me llevaron a la sala de seguridad. Me enseñaron todas las cámaras. Vi al tipo cazarme como un jaguar que va detrás de un venado para comérselo. Se metió entre los carros, se escondió, se preparó para sorprenderme.
Al escuchar mi caso, los representantes del centro comercial se lavaron las manos. Me dijeron que el San Ignacio tenía uno de los mejores equipos de seguridad de la ciudad. No podía creer que usaran ese argumento. Me reuní solo una vez con el encargado de seguridad. De resto, sostuve conversaciones de protocolo y pagaron los daños de mi carro, que quedó destrozado por dentro. Esto también es un llamado de atención.
Mis rodillas quedaron tan golpeadas que cuatro semanas después todavía no podía caminar por más de una hora sin sentarme. Debía parar y descansar porque no aguantaba el dolor. Creo estar viva porque me rendí. Si hubiera luchado un poco más estaría muerta. Mi mamá, mi hermano y yo creemos que el atacante pensó que me había matado. Para él estoy muerta. Nunca sabré por qué me atacó. Soy su víctima y él un asesino.