El equipo blaugrana pierde la ocasión de ponerse líder cayendo ante el Granada, que remonta en la segunda parte.
El guionista de esta Liga es un genio que ya querrían fichar los impulsores de otras competiciones. La tendencia del Barça al suicidio y a ahogarse en la orilla es tan infinita como la fe de este Granada que está haciendo historia y que demuestra que hay equipos que merecen resultados legendarios. La victoria del Granada en el Camp Nou por 1-2 es un bombazo que cambia el decorado de una Liga que parecía diseñada para entrar en sus últimas cinco jornadas con un Barcelona liderando la tabla tras culminar una remontada sin precedentes, que se hundió en el momento menos pensado. Cuando todo estaba a favor de los blaugranas, estos naufragaron y cambiaron el decorado de un campeonato apasionante.
El Barça tenía a su alcance el liderato, depender de sí mismo para ganar el campeonato y cuando tenía la mejor mano en la mesa, tiró las cartas, se fue a fumar y cuando volvió le habían ganado hasta la cartera. Le toca al equipo culé volver a remar, levantarse de la lona en un campeonato que parece un combate entre púgiles medio sonados que alternan ratos inquietantes en la lona con ataques de rabia. Al Barça le tocó besar la lona en un ejercicio de impotencia.
Fue el Granada un equipo mucho más inteligente que el Barça, que pecó de mal de altura. Una pandemia que afecta a cualquier equipo que este campeonato se vea a un paso de la gloria. Van tan justos todos, que parece que prefieren resguardarse y administrar de salida a imponer su ley. Le pasó al Atlético en San Mamés, le pasa a menudo al Real Madrid y le pasó al Barcelona. Ver el sol tan cerca deslumbra.
Nadie ha entendido que para ganar LaLiga hay que ser alocado y depredador. Hay equipos que sólo saben perseguir y que cuando están adelantando a los rivales, como le pasó al Barcelona cuando Messi marcó el 1-0, se preocupan más de mirar al retrovisor que a la carretera. Y el Granada aprovechó este ensimismamiento culé para hacer honor a su gigantesca temporada. El Granada es un equipo que ya sabe que ha triunfado este año y que por eso no mira el retrovisor. Sin complejos, bien plantado, valiente y competitivo. No es mejor que el Barça, pero compite mejor que el Barça.
Dijo Koeman en la previa del partido que no pensaba tocar lo que funcionaba y que no le iba a mediatizar el hecho de que cuatro titulares indiscutibles estuvieran a una tarjeta de perderse el próximo partido. El Barça salió a jugar dando la sensación de que lo que estaba en juego no era un partido definitivo, que era un día más en la oficina. Lejos de salir a todo tren, el equipo blaugrana salió a madurar un partido que esta temporada ha perdido muchas veces.
De entrada, el plan salió medio bien, porque está Messi, claro. Su gol en el minuto 24 tras una asistencia de Griezmann pareció que abría la puerta a la gloria. El resultado de un ejercicio de paciencia en el que los blaugranas prefirieron asegurar antes que destruir. Pero lo acabaron pagando.
El argumento de Messi era la principal y única amenaza de un equipo que parece haber llegado a la conclusión de que el éxito pasa más por la solidez que por la ambición. Y eso no deja de ser una traición al estilo de un equipo que cuando ha ganado ha sido siendo ambicioso.
Ante el Granada, el Barça apostó por la prudencia, nunca intimidó, se limitó a controlar un partido ante un rival incontrolable y rebelde que en dos latigazos en la segunda parte rompió todos los sueños culés y le demostró al Barça que la orilla está más lejos de lo que se creía. De momento, se ha vuelto a ahogar cuando tocaba la pared. Y la culpa es suya, por dejar de nadar.