En junio de 1985 apareció una de las portadas más icónicas de la revista National Geographic, en toda su larga historia de 133 años. Los ojos color mar de una niña de 12 años, refugiada afgana en un campamento de Pakistán, inmortalizaron esa carátula y fueron la prueba del trauma en ese país azotado por las guerras. Millones de personas en el mundo vieron su foto, menos ella. En el 2002 fue hallada y vuelta a retratar.
Huía de la guerra tras la invasión soviética, las bombas habían matado a sus padres cuando ella tenía 6. El fotógrafo estadounidense Steve McCurry la halló en un campo de refugiados afganos, en una carpa que fungía de pequeña escuela, donde aprendía a sumar. Era 1984 y nadie supo su nombre hasta el año 2002, en que los editores de la revista donde fue portada –la histórica National Geographic (NG)- decidieron emprender su búsqueda. Imprimieron y mostraron el icónico retrato entre los refugiados del campo, cerca de Peshawar, hasta que un hombre la reconoció. La niña ahora era una mujer de unos 28 o 30 años, vivía en una aldea, y cuando el fotógrafo la vio, no lo dudó: era ella.
Su nombre era Sharbat Gula, de la tribu de los pashtos. Su piel mostraba los estragos de una vida difícil, pero sus ojos seguían brillantes (de hecho, la verificación de su identidad estuvo a cargo de un médico forense y un científico estudioso de los patrones del iris). Le contó a los periodistas de NG que la habían casado “a los 13, no, a los 16”, con un hombre al que no veía mucho pues debía viajar en busca de trabajo. Juntos habían vuelto a Afganistán y en su pequeña casa de las montañas tuvieron cuatro hijas (una murió muy bebe). Ya se había instalado el régimen talibán (su antiguo hogar, en el distrito de Kot, se había convertido en bastión del grupo extremista Estado Islámico) y, como toda mujer afgana de entonces, debió someterse a la inexistencia. Usaba la burka que la ‘desaparecía’ de la vida pública, pero que a ella le parecía “un hermoso vestido”.
Nunca supo que su rostro era famoso. Recién frente a los periodistas, 17 años después de aquella fotografía en la carpa, pudo ver ese retrato. Sin sonreírles, sin mirar a un hombre que no fuera su esposo, según la tradición cultural. Paradójicamente, la mirada de aquella muchacha conmovió a millones y se convirtió en emblema de la amargura y el abandono.
En el 2017 vivía en Kabul junto con sus tres hijas y un hijo varón. Luchaba por controlar un agresivo asma que la acompañaba desde niña, y por procurar educación a las mujeres de su familia. Años antes había buscado refugio en Pakistán, pero fue detenida y deportada por haber conseguido documentos de identidad de manera ilegal. Su caso reveló abusos y deportaciones arbitrarias de casi dos millones de refugiados afganos. Estuvo en prisión y a su regreso a Afganistán, Gula fue recibida por el ahora expresidente Ashraf Ghani, que le prometió una vida digna.
“Lo que sus ojos intensos, color verde mar, le dijeron al mundo desde la portada de la edición de junio de 1985 de National Geographic, no pudieron decirlo un millar de diplomáticos y trabajadores humanitarios”, se lee en una edición de octubre del 2013, sobre el poder de las fotografías. Inmersos en un mundo donde la imagen lo invade todo desde que se presiona el obturador del teléfono, esa mirada podría volver a ser fotografiada y contar la misma tragedia, o quién sabe, augurar lo que le espera al futuro Emirato Islámico de Afganistán.