Hace 80 años, cuando había cumplido sus 22, Robert Wadlow murió en soledad. Medía 2,72 metros y nunca más en la historia hubo una persona que superara su altura. Su difícil infancia, la adolescencia como fenómeno y Récord Guinness, el multitudinario funeral con un ataúd de 3 metros y la estatua que lo recuerda en su pueblo natal en los Estados Unidos
Un día en primer grado le pasó lo que tantos otras veces. No pudo controlar su cuerpo, no supo cómo calcular una distancia (que a él le cambiaba todos los días) y se golpeó la cabeza. Se puso a llorar desconsoladamente. Convergía el dolor físico con la frustración. La maestra se acercó a consolar a su alumno de seis años. Pero para tranquilizarlo, para secarle las lágrimas tuvo que ponerse en puntas de pie. Era la única manera que tenía de hacerlo. Robert Wadlow en ese momento medía poco más de un metro ochenta.
Robert Wadlow fue el hombre más alto del mundo. Al momento de su muerte medía 2.72 metros. Nació en 1918 y murió en 1940. Sólo vivió 22 años. Hoy a 80 años de su muerte se lo sigue recordando porque nadie, antes o después, llegó a medir lo que él. La posteridad se la otorgaron los dos o tres centímetros que le sacó de ventaja a otros. El avance de la ciencia impide, ahora, que otros Roberts lleguen tan alto.La medicina ha logrado contener estos crecimientos desmesurados regulando el funcionamiento del cuerpo y en especial de la glándula pituitaria.
Nació con un peso normal. Medía medio metro. También un tamaño normal. Pero a los pocos meses la familia comprendió que, Robert no era igual a los otros nenes. Antes de cumplir el año ya doblaba en peso y altura a los chicos de su edad. Cuando ingresó a la primaria ya medía lo mismo que su papá.
Al principio sus padres buscaron antecedentes familiares de personas altas. Porque ninguno de los dos se destacaba en ese aspecto. Eran otros tiempos, había menos información y nadie podía concebir que crecer demasiado llegara a ser un problema. Cuando bastante años después llevaron a Robert al médico escucharon hablar por primera vez de la glándula pituitaria y del gigantismo.
Llegó a pesar 222 kilos. Pero era flaco. Porque ese peso había que distribuirlo en sus 2.72 metros de altura. Las notas periodísticas se demoraban consignando cuantos metros de tela requería un saco. Cuando fue boy scout un periodista remarcó lo obvio: el de Wadlow era el uniforme más grande alguna vez confeccionado en la historia de la institución. Después están los récords que quedaron anotados según quien haya logrado resguardar algún elemento o prenda. El calzado de mayor número (sus zapatos tenían el tamaño de una diario desplegado), el anillo masónico más grande, el sillón individual más ancho y así.
Pero se debe tener en cuenta que esas fueron las excepciones. La de Robert fue una vida corta e incómoda.La tecnología no estaba tan avanzada y sus necesidades no encontraban fácil solución. Algunas de ellas ni siquiera fueron resueltas.
En sus giras debía dormir en hoteles que no habían calculado la estadía de este huésped gigantesco. Así se juntaban las camas necesarias para que Wadlow pudiera descansar. La excepción fue un hotel de provincias que sabiendo con antelación de su visitante mandó a confeccionar una en la que él entrara con comodidad. Durante años el establecimiento usó el episodio para promocionarse y para demostrar cuánto pensaba en las personas que se alojaban en él.
Robert caminaba con dificultad. La circulación de sus piernas no era buena. Las articulaciones no podían resistir esa estructura. La diferencia de porte nunca la pudo aprovechar. No tenía permitido practicar deportes. No se sabía cuánto podía aguantar su corazón. Algunos se lo imaginaban como jugador de básquet. Era demasiado obvio y tentador: parado al lado del aro sólo tenía que depositar la pelota en él sin oposición una vez que se la hicieran llegar.
Durante su infancia, la mayoría de las personas parecía olvidar que era un niño. Se sorprendían con su conductas infantiles engañadas por su talla física. Iba al colegio, tenía buen rendimiento escolar y se llevaba bien con sus compañeros aunque no pudiera compartir con ellos muchas de las actividades. Según los especialistas, su inteligencia era superior a la de los chicos de su edad. Quizá el motivo fuera que estaba obligado, sólo por su apariencia, a actuar como si fuera mayor. La imposibilidad de compartir actividades con sus compañeros hicieron que se refugiara en la lectura. Leía alrededor de 300 libros al año.
Las hechos confusos e incómodos eran cotidianos. Su padre una tarde se peleó con un chofer de ómnibus porque se negó a cobrarle el boleto de niño; quería que Robert pagara la tarifa completa. Los golpes que soportó su cabeza por no entrar en algún lado podrían integrar una antología de comedia slapstick. Esa altura lo obligaba a estar siempre alerta. Cualquier puerta, cualquier viga de un techo podían convertirse en un arma mortal para él. O al menos en una situación muy dolorosa.
A veces ni siquiera podía soñar con libertad. Todo se ceñía a su desmesura. Le preguntaron a quien quería parecerse, una variante de la pregunta que alguna vez le han hecho a todos los niños del mundo: ¿qué querés ser cuando seas grande? Soñaba con ser como el héroe de muchos en ese tiempo, como Lindy, Charles Lindbergh el aviador que atravesó el Atlántico. Pero Robert no podía, como otros chicos, soñar con libertad. Después de mencionar al aviador tuvo que consignar: “Claro, si lograra entrar en el avión”.
A cada lugar al que iba la gente se amontonaba a su alrededor. Querían ver bien de cerca al gigante. Sus manos grandes como espaldas, los zapatos que parecían brillantes botes salvavidas o para especular cuantos nenes podrían viajar en el bolsillo de su saco. A él estas efusiones siempre le molestaron. No había hecho nada para generar esa atención, era algo que había venido con él y a lo que no iba poder escapar jamás.
Su condición de fenómeno, en eso años, tenía un sólo destino: el circo. Así mientras otros chicos entraban en la adolescencia, se preocupaban por el acné y por la chica que les gustaba, Robert Wadlow entraba en la arena para que cientos de espectadores asombrados lo escudriñaran. No se disfrazaba ni desplegaba ningún show. Se presentaba con su traje, con corbata y sonreía y charlaba con el público. El presentador o alguno de los payasos del Ringley’s acercaban a él algunos de los elefantes que eran parte del espectáculo para que la gente pudiera comparar tamaños.
También fue modelo publicitario. De gorras y de zapatos. Su celebridad se extendía por todo Estados Unidos.
La diferencia de altura con el resto de las personas era realmente notable. Para darse una idea: a un jugador promedio actual de la NBA, Robert le sacaría más de una cabeza. Muchas de las mujeres que se sacaban fotos con él ni quiera llegaban a alcanzar la altura de su cintura.
Había nacido en un pueblito de Illinois. Su celebridad excedió a Alton. Pero allí, en ese poblado, sus rastros se encuentran por todos lados. En el museo local varias de sus pertenencias y en medio de la plaza principal una estatua tamaño natural de Robert Wadlow, para que los visitantes tomen inmediata noción de la presencia física, para que entiendan por qué era conocido como El Gigante de Alton.
Su padre lo acompañaba en las giras por todo el país. Estados Unido todavía no estaba en guerra. Y Robert se había convertido en una celebridad. Cada tanto alguna dolencia lo llevaba al hospital. Los médicos veían que los problemas de salud crecían a la misma velocidad que su físico. Pero poco podían hacer para evitarlo.
En uno de esos viajes fue con su progenitor al bosque de sequoias, esos árboles inmensos. “Papá, es la primera vez en mi vida que me siento pequeño ante algo”, dijo Robert.
Robert Wadlow era muy joven, apenas pasaba los veinte años, pero caminaba como un viejo. Lento, encorvado, cada paso era una aventura dolorosa. Unas férulas ayudaban a sus rodillas, mientras la insensibilidad en las piernas crecía. A veces se apoyaba también en un largo bastón. Una tarde estuvo parado demasiado tiempo, era la atracción principal en una feria provincial. Al llegar a su hotel descubrió lo que la falta de sensibilidad de sus miembros inferiores no le permitió: una gran ampolla se había formado en una de las pantorrillas Al día siguiente estaba peor: supuraba. Fiebre. Los médicos empezaron a tratar la herida infectada pero no pudieron hacer mucho.
Esa noche, a mediados de julio de 1940, Robert Wadlow murió mientras dormía. Tenía 22 años y estaba lejos de su casa.
Las exequias fueron multitudinarias. Más de 40 mil personas salieron a la calle. No se sabe si para acompañarlo o para poder ver ese ataúd de tres metros de largo acarreado por 16 personas.
Su madre quemó y rompió todas las pertenencias de su hijo mayor. No quería que se convirtieron en reliquias buscadas por coleccionistas de fenómenos y de rarezas, quería que su hijo fuera recordado como un buen chico y nada más.
Robert Wadlow quedó registrado en el Libro de los Récord Guinness como el hombre más alto que alguna vez haya vivido.
Acaso también podría figurar en otra de las páginas de ese libro de hazañas muchas veces inútiles o inconsulta. Robert Wadlow podría aparecer como el chico y adolescente más solo del mundo, reseña INFOBAE