«¡Mátalo! ¡Mátalo, pues!» Dos gallos libran un duelo sangriento al calor de apuestas en dólares en una gallera de Caracas. La euforia es tal que la descomunal crisis venezolana, que empoderó al billete verde, parece quedar en el olvido.
Cerveza, ron y uno que otro whisky ruedan entre los apostadores, según su bolsillo.
«Aquí viene todo el mundo: limpio (pobre), con plata, político, no político, de todo hay», comenta Ángel Salamanca, encargado del Club Gallístico de Caracas, fundado hace 70 años y que luce congelado en el tiempo.
Un ruedo alfombrado alberga las riñas. La primera fila de sillas, numerada, es la más cara. El resto son gradas de concreto.
Botellas de ron por cinco dólares o cachapas con queso, una comida típica a base de maíz, por un dólar son ofrecidos por vendedores que buscan su sustento en una economía reducida a menos de la mitad en seis años.
Pesados y examinados, los temblorosos animales, criados especialmente para enfrentarse en combate, son echados al coso entre gritos y manoteos que no cesan durante 15 minutos de contienda. «Es semejante al boxeo», suelta un asistente.
Los sábados se celebra un encuentro «popular» y los lunes uno «especial». La diferencia: el monto de las apuestas. En galleras más exclusivas el premio mayor puede ser 5.000 y hasta 30.000 dólares, cuenta Salamanca.
Tambaleándose por los efectos del ron, un hombre besa a su gallo tras sobrevivir a una feroz batalla. Otro, exhalando el humo de un habano, le reza al suyo al oído para darle «suerte».
La falta de bolívares en efectivo, además, obligó a pactar apuestas mediante transferencias electrónicas, pero esta opción fracasó porque muchos «tiraban cachúas (no pagaban)», relata Salamanca.
«La palabra del gallero vale mucho, apuestas y sabes que tienes que pagar, y con la crisis muchos quedaban mal», añade.
– «No se habla de política» –
En las galleras venezolanas, los recintos donde se celebran las riñas, hay un pacto implícito: no se discute sobre política, al punto que chavistas y opositores se tratan con familiaridad.
Afuera quedan las acusaciones de «dictador» y «títere de Estados Unidos» que cruzan el opositor Juan Guaidó, reconocido como mandatario interino por medio centenar de países, y el presidente socialista Nicolás Maduro.
«Aquí no se habla de política para nada, venimos a olvidarnos de todo», comenta Avilio Subero, dueño de una gallera en la Cota 905, zona popular que acapara titulares por su elevada criminalidad.
Pero Avilio lo considera un estigma. «Esto no es violento, aquí usted deja su carro y no lo tocan», defiende entre la algarabía de una jornada cuyo premio principal es un cerdo de unos 30 kilos.
Mujeres y niños también observan las riñas.
María, esposa de un gallero, se saborea con el escurridizo puerco que ha logrado zafarse varias veces de la cuerda que lo ata a un pilar de concreto. «¡Esa orejita frita es una delicia!», exclama.
«Me gusta ver la pelea, siento emoción», cuenta por su parte Andreína, de 16 años, que las graba con su celular.
Galleros defienden las riñas como una «cultura» y una «industria» que genera empleo, pero para organizaciones animalistas son un práctica cruel.
Puerto Rico, por ejemplo, es foco de polémica tras una ley federal de Estados Unidos que las prohibió en diciembre pasado. Desafiando a Washington, la gobernadora de la isla aprobó otra ley para mantenerlas.
En Venezuela no se discute abolir esta tradición venida de Europa, donde se ha eliminado progresivamente.
«Los poderosos de este país juegan gallos», susurra un criador.
– Laboratorio de gallos –
La sangre gotea, las plumas vuelan y la adrenalina se enciende en un ruedo donde obreros, empresarios y militares buscan fortuna por igual.
En un rudimentario laboratorio se verifica que las aves estén libres de drogas, espuelas envenenadas o grasa en el plumaje. Óscar Velásquez lleva 47 años trabajando en un cubículo con una ventana de vidrio, rodeado por curiosos.
Con algodones impregnados de agua destilada y alcohol, este químico de 73 años frota al animal y pone gotas de la muestra sobre papel de tornasol: si cambia el color, hay alguna alteración y la pelea no es concedida.
Delgado y de voz suave, Óscar, con 14 hijos, se apoda a sí mismo «ala rota» desde que hace 12 años perdió un brazo de un disparo en un asalto. Omar lo asiste bebiendo de vez en cuando tragos de ron.
«¡Qué gane el mejor!», sentencia «ala rota», mientras su ayudante lleva los gallos en una «cuna» de tela hacia el redondel.
Cobrando un dólar por revisión, en un día pueden ganarse de 12 a 15 verdes cada uno. «No está mal», dice Óscar, en un país con un salario mínimo equivalente a 6 dólares. AFP