Frente a los vendedores de baratijas y una «incultura cada día más fuerte», los libreros de viejo de París instalados en las riberas del Sena quieren presentar una petición ante el ministerio de Cultura para que se les incluya en la lista de patrimonio de la Unesco.
«Libreros pobres sin medios para tener una tienda ni vender [artículos] nuevos y que esparcen libros viejos sobre el Pont Neuf, a lo largo de las riberas». Esta definición, del diccionario Le Furetière de 1690, parece estar plenamente de actualidad en pleno siglo XXI.
Casi 1.000 cajas todas pintadas de color verde pueblan alrededor de 4 km a lo largo de las orillas del Sena, dos tercios de los cuales en la ribera izquierda, al sol, y se han convertido en un símbolo de la capital francesa.
El ayuntamiento decide el emplazamiento de las cajas, por las que los propietarios no tienen que pagar ningún alquiler, pero sí cumplir ciertas normas: abrir al menos tres días por semana y limitar a una sola caja, de las cuatro que se conceden a cada librero, la venta de antigüedades o ‘souvenirs’.
Los llamados «bouquinistes» sufren y reclaman «reconocimiento».
«Frente a la crisis de las librerías, la competencia del sector multimedia y una incultura cada día más fuerte, nos gustaría atraer un poco la atención de los focos… Somos tan importantes como la Torre Eiffel para los turistas», señala Jérôme Callais, presidente de la asociación cultural de estos libreros a orillas del Sena de París, que reagrupa a más del 80% de los 226 «bouquinistes».
‘Singularidad’
Se trata de «uno de los últimos oficios típicamente parisinos», defiende Gildas Bouillaud, librero de viejo desde hace dos años, plumero en mano, limpiando sus obras a dos pasos de Notre Dame.
«Somos un difusor de saberes […] casi tenemos un papel filosófico en la sociedad. ¡Deben protegernos por el bien de la humanidad!», lanza Bouillaud, de unos 40 años.
Ensalza «el encanto de la singularidad de cada caja, un poco caótico, pues hay algunas penosas y otras rutilantes» y critica a los «vendedores de recuerdos y baratijas» que ponen «el oficio en peligro».
«No podemos quitar la caja de antigüedades y ‘souvenirs'», apunta Jérôme Callais, pues a muchos les permite «salir adelante».
Mathias Grandis de Portefaix, de 67 años, añade, bromista, que «el Ayuntamiento debería pagarnos, pues de algún modo animamos» la ciudad.
Toqueteando uno de los libros, este jubilado menciona el «lado agradable de las encuadernaciones bellas», el «olor a humedad de un libro».
Bajo el sol, los turistas se detienen frente a las cajas, rebuscan entre las obras y se van con las manos vacías. «De cada 100 clientes, solo dos o tres compran», según Mathias.
Entre sus clientes más famosos se encuentra el expresidente francés François Mitterand, que solía pasarse por estas librerías de camino a casa, acompañado de dos guardaespaldas.
‘Oficio físico’
Michelle Huchet-Nordmann lleva ya treinta años instalada en la ribera del Sena, cerca de la Académie Française, haciendo frente al «calor, al viento, al frío». «Formamos parte de las antigüedades de la ciudad pero pagamos muy cara nuestra libertad: es un oficio muy físico».
«Son apasionados de los libros», subraya Olivia Polski, concejal de Comercio del Ayuntamiento de París, pero con «un problema de modelo económico». «En un contexto en el que la cuestión del libro es muy sensible, necesitan que se sepa que ellos están ahí».
Para poder figurar en la lista del patrimonio cultural inmaterial de la humanidad, estos libreros tendrán que convencer al ministerio de Cultura para que presente su candidatura ante la Unesco.
Un proceso que tomará «al menos tres años», según Isabelle Chave, conservadora jefe del patrimonio en el Ministerio de Cultura. Pertenecer a esa lista no conllevará «beneficios económicos pero sí visibilidad», subraya. Además, los libreros ya se encuentran en un emplazamiento inscrito en el patrimonio material mundial desde 1991: las orillas del Sena. AFP