Mibelis Acevedo Donís: La alternancia como antídoto

Mibelis Acevedo Donis

Las premisas de ese positivismo que a principios del siglo XX ofreció coartada intelectual al gomecismo -y cuya más conspicua expresión la encontramos en la obra de Vallenilla Lanz y su “Cesarismo democrático”- chocan sin duda con la idea de una democracia moderna, participativa, habilitada por un consenso entrecruzado (Rawls, 1993), fruto del pluralismo. Y lo más importante: legitimada por una mayoría que elige libremente y decide cooperar, en lugar de obedecer ciegamente. Es en ese contraste innegable donde nos topamos con la esencia de la democracia. No su amago “radical”, no la “directa”, propia de los antiguos; sino liberal y representativa. He allí una forma de sociedad que no puede reducirse a un sistema de instituciones o a un simple mecanismo para la toma de decisiones; que comporta, sobre todo, la idea de que el poder político no es un lugar ocupado de modo permanente o encarnado por una sola persona o grupo social, como anuncia Claude Lefort, sino un lugar vacío, inocupable, que no pertenece definitivamente a nadie.

De allí que la alternancia -la posibilidad de que, tras unas elecciones, el gobierno pueda pasar a manos distintas en atención a mecanismos y limitaciones previstos por las leyes- sea un principio medular para garantizar esa ocupación transitoria del poder propia de los sistemas democráticos. Se trata, claro, de una condición que por sí sola no resulta suficiente para hacerlos funcionales y consolidarlos. No obstante, a la hora de evitar el continuismo indefinido proclive a los personalismos y la prolongación de intereses de quienes se habitúan a mandar (de donde “se origina la usurpación y la tiranía” como arguye el Bolívar liberal en Angostura, tan cercano a Madison y tan distante del de la funesta Ley Boliviana de 1826), sí opera como antídoto frente a los feroces, humanos y previsibles avances de la hýbris.

Un ejemplo paradigmático de esa distorsión es lo que Vargas Llosa, no sin cierto tremendismo, calificó a fines de 1990 como la “dictadura perfecta” del PRI, en México. Según recuerda Enrique Krauze, quien fungía como moderador del foro televisado «Encuentro Vuelta: La experiencia de la libertad» al que también concurrieron cerca de 40 intelectuales de la talla de Octavio Paz, el tema de la dilatada permanencia del partido de gobierno resultaba entonces ineludible. Krauze apunta, por cierto, que veinte años antes, en el pavoroso marco de la Masacre de Tlatelolco, el propio Paz se había referido al PRI de modo casi idéntico al del peruano: «En México no hay más dictadura que la del PRI y no hay más peligro de anarquía que el que provoca la antinatural prolongación de su monopolio político».

En el foro en cuestión, sin embargo, si bien no negaba la crisis del partido o la usurpación de espacios en la economía que no le competían, un Paz persuadido por la idea de que ni la izquierda pro-castrista ni la derecha clerical eran opciones considerables, le reconocía al PRI haberle «dado fisonomía al México indígena y mestizo», y evitado con su intervención los males de la guerra civil y el cesarismo revolucionario. Así, en línea con Sartori, prefirió calificarlo como un “partido hegemónico”, surgido de una revolución y dotado, por tanto, de arraigo popular; pero “en vías de desaparecer si no se transforma. El dilema para el PRI es muy claro: o se transforma y se democratiza, o bien desaparece».

La filosa contestación de Vargas Llosa a tales planteamientos resultó, evidentemente, bastante más dura, causando gran impacto entre el público presente en el plató. El del PRI era un autoritarismo de tal modo camuflado “que llega a parecer que no lo es”. Si bien en sistemas como el cubano permanecía una misma persona, en México se eternizaba un partido, afirma. Un esquema que además se blindaba gracias al modo en que había reclutado a intelectuales, alentado cierto debate interno, comprado voluntades y repartido subsidios, aplicado el “dedazo” y recurrido al “tapado”, controlado y auspiciado sindicatos, medios de comunicación y grupos de oposición. La receta permitió al camaleónico «partidazo», la «aplanadora priista», retener por 71 años un poder ejercido como una “presidencia imperial” (Krauze, 1997). Historia que, de algún modo trágico, resultó también una proyección de la biografía de aquellos gobernantes, desde 1929 en adelante.

El fenómeno y sus antecedentes precisos, pues, obliga a las democracias a revisarse permanentemente; sabiendo que, aun reconocidas como sistema ideal de gobierno y sostenidas por instituciones inteligentes, su intrínseca complejidad, vulnerabilidad e imprecisión las pone siempre en riesgo. Los tiempos no son los más propicios en este sentido, y eso también deja su muesca en Latinoamérica. De acuerdo al más reciente informe de Latinobarómetro, en la región sigue profundizándose la tendencia al autoritarismo; la democracia se estanca (“el apoyo a un gobierno donde un líder fuerte pueda tomar decisiones sin interferencia de tribunales o parlamentos, ha aumentado en 8 de 22 países desde 2017”) y crece la indiferencia ciudadana por el tipo de gobierno (sobre todo entre jóvenes), valorado en la medida en que es capaz de resolver problemas. El ejemplo de El Salvador de Bukele, la esperpéntica propuesta de “democracia de partido único”; los tejemanejes para asegurar la reelección aun siendo inconstitucional, pero escudándose en una incontestable popularidad, resultan dramáticos. La misma permanencia de MORENA en el poder (¿un PRI en potencia?), su intento de modificar las leyes electorales para mejorar sus opciones, desata no pocas interrogantes.

A merced del autoritarismo de un partido-Estado que, asido a esa perversión constitucional que en 2009 introdujo la reelección indefinida, concibe como “natural” la ausencia de límites temporales al poder, Venezuela enfrenta otra serie de desafíos. En tal sentido, la elección del 28J, con todo y sus vicios antidemocráticos, con todo y su competitividad escamoteada, con todo y la incertidumbre que sus efectos plantean en el largo plazo, podría asomar un hito significativo. Volver a abrazar, de facto, el principio de la alternabilidad republicana como “cláusula constitucional pétrea” (Allan R. Brewer-Carías, 2011) frente a la aspiración de perpetuación de un nombre, de un partido, de un proyecto fallido, sería de entrada un giro saludable: un tónico contra la inercia, la inmovilidad.

Nuestra historia constitucional no ignora esa crucial prevención, la de la ley como freno al desbordamiento de las pasiones humanas. En su artículo 188, la Constitución de 1811 ya lo anunciaba: “una dilatada continuación en los principales funcionarios del Poder Ejecutivo es peligrosa a la libertad, y esta circunstancia reclama poderosamente una rotación periódica entre los miembros del referido departamento, para asegurarla”. La Constitución de 1830, por su parte, afirma que “el Gobierno de Venezuela es y será siempre republicano, popular, representativo, responsable y alternativo”. Como observa agudamente Brewer-Carías, la prohibición de la reelección presidencial inmediata solamente dejó de establecerse en “la efímera Constitución de 1857; en las Constituciones de Juan Vicente Gómez de 1914, 1922, 1925, 1928, 1929 y 1931; en la Constitución de Marcos Pérez Jiménez de 1953; y en la enmienda constitucional promovida por Hugo Chávez Frías en 2009”. Excepciones y coincidencias que no dejan de ser llamativas y que, como diría el español Luis Diez Álvarez, instruyen a actuar juiciosamente en el terreno intermedio entre (los aciertos) y errores del pasado, y las utopías del presente.

@Mibelis